Hace dos meses
recortaste tu cabello. Digo recortaste aunque lo cierto es que mutilaste el
esplendor de tus rayos negros que cobijaban tu espalda hasta el borde de tus
curvas. Fue un sábado de abril, mes de verano con olor a cuaresma, con olor a
santidad con olor a recuerdos.
Los pocos pelos
prendidos a tu cuello aun respiraban después de pasar por entre las tijeras.
Ese día coincidimos inesperadamente a la entrada de la escuela, antes de
comenzar la jordana sabatina. De haber sabido, el golpe no me hubiese hecho
trastabillar, pero como no hubo aviso, no tuve más que correr a comprobar lo que
mis ojos veían de lejos.
Tu frente humedecida en
sudor denotaba el nerviosismo por saber si habías tomado una buena decisión, y
mientras pensaba qué decir para no sonar tosco, miraba los pelitos arrancados
de su raíz parpadeando por última vez ante mi presencia. Al fin salí de la
atrofia mental en la que me dejó tu nueva figura y solo alcancé a decir “te vez
bien, corto pero bien”.
Y es que tu cabello ha sido testigo presencial de los sucesos más emotivos en nuestra historia moderna. Se compara mucho a un historiador que crece extendiéndose en sus narrativas profundas, tan profundas como la oscuridad total del universo, tan oscuro como tu cabello, el que ahora ya no está.
Esas mechas alisadas
geométricamente como la exactitud de una escuadra, atesoran las caricias de mis
manos. Mis dedos, que tantas veces entablaron conversaciones extensas con tus
bellos lienzos, extrañan desde ese día deslizare libremente entre las finas
sedas de tus hebras. Echan de menos juguetear con tus puntas cerradas, esas
puntas que no conocieron nunca la desdicha de reventarse.
Con sensatez declaro a
tus cabellos como la maravilla codiciada por el sexo femenino, pues en lo que
va de nuestro tiempo, lo has modelado con estéticas sutiles, parcialmente
diferentes, con elegancia y vanidad. Tus cabellos son anclas de la presencia palpable
y física de la abstracción de lo divino engendrado en tus hileras.
Me he regocijado por
más de cuatro veranos viendo las transformaciones de un fleco a la soltura del degrafilado, a la sencillez del cabello
recogido, atado a una cola, sostenido en ganchos,
humectado después del baño y alisado mecánicamente con la ayuda de la plancha.
A pesar que este último no te hace falta, le da un chispazo de sensualidad a la
gema de tu anatomía, que brilla intachable cuando se trata de nuestras citas de
mediodía hasta la tarde noche.
Tu cabello sabe contar
historias. Las más dulces, y también las hay amargas. Recopilan cuentos
viajeros en nuestros pasatiempos de fin de semana, vacaciones y festejos.
Visitas al museo, al cine, al parque y hasta el simple hecho de abordar el
autobús, solo para ver flotar tu cabellera al compás del viento colado por la
ventana. Todas estas historias terminan igual; acomodo tus lienzos, unos sobre
las orejas, otros en diagonal con tu frente y los últimos formando una cascada
sobre tus hombros.
Pero si me preguntas
cómo te ves hoy, diré que estamos en los 50’s. Con ondulaciones, cortes a la
altura de las mejillas, estilo hongo, rulos y claros. Así de hermoso luce tu rostro
perfectamente simétrico. Has logrado congeniar con el estilo retro, el de las
décadas de oro, con la variante que el recato de tus hebras enceguece por ser
tan tuyo, tan propio, tan mío, tan nuestro.
Ahora, en tiempos dorados, siento que me enamoro
más por la impaciencia de ver crecer las fibras deliciosas que brotan de las
raíces de tu cabeza. Mido constantemente su largo, su sedosidad, el brillo que
me paraliza, que me anima a siempre acariciarlos, a besarlos con la punta de mis
dedos, a frotarlos contra mis labios y contarles más acerca de la vida nuestra.
Cánticos y reverencias al cabello más consentido, propiedad de la mujer, mi
niña inmaculada, que por gracia de sus encantos roba miradas, suspiros y
arranca de mí un diccionario de poemas, liras y rezos a la santidad gloriosa de
tan maravillosa princesa acanelada.
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