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miércoles, 24 de julio de 2013

El mito de los pañuelos del mal augurio

A ver, cómo empezar sin ser supersticioso o caer en la subjetividad. Hasta hoy no he sabido cómo, porque cuando uno es el fiador de estos casos resulta difícil apartarse de lo tendencioso. Como sea, ¡tengo que contárselos, debo confesárselos! Hace años no lo habría creído, ni siquiera lo hubiese tomado como una explicación a los eventos que estoy a punto de relatar. Quien tenga oídos que oiga, dijo el Señor. Pero yo digo, quien tenga ojos que lea.

Mi abuela y mi madre siempre fueron del dogma que un hombre sin pañuelo era un hombre ordinario, inculto y malcriado. Por eso, en la bolsa trasera de mi pantalón o short siempre me acompañaba un pañuelo de tela planchado. “Para los mocos”, decía abuela. “Para el sudor”, decía mi mamá. “Para qué”, pensaba yo a mis siete años. Su utilidad me era irrelevante, salvo las ocasiones en que me secaba las manos después de lavarme con agua, para cubrirme del sol en largas caminatas y hasta lo usé de paraguas una tarde cuando regresaba a pie a mi casa en medio del aguacero.

Siempre he adorado el olor de los pañuelos recién planchados, esa suavidad deslizándose en la punta de mis dedos o al frotarlo en mi rostro. Mi madre aun me los plancha pero con cierta displicencia pues de la delicadeza de niño pasé al desacato de un joven que acumula hasta tres pañuelos mugrosos en su mesa de noche y, en ocasiones, los olvido dentro de las bolsas de mis jeans o shorts.

Ese gusto y buen hábito de cargar un pañuelo, que al inicio era simplemente un acompañante y se fue convirtiendo en una muestra de mi delicadeza hacia el sexo femenino, me fue caracterizando al borde de querer cargar dos pañuelos, uno para las damas, de preferencia blanco, y el otro para mí, siempre celeste o gris para no hacer tan notorias las manchas negras que arrancaba de mi cara debido a la polución. Esa técnica funcionó, no en gran medida ya que el pañuelo extra pocas veces lo presté a una que otra compañera de clases. Al final, terminó siendo el pañuelo a préstamo para mis amigos que lo empapaban de sudor y vellos faciales luego de las clases de deporte. Entonces decidí cambiar ese pañuelo por una toalla.

Debo decir que tenía pocos, a lo mucho cuatro. Jamás me faltaron, eso sí. El detalle no tan apreciado de mi afán por mantener los pañuelos de mis bolsillos era que acumulaba tanta mugre que al momento de lavarlos, mi abuela, y después mi madre, echaban su furia contra mí por ser tan antihigiénico al utilizar el pañuelo por dos o tres semanas. Aun ahora tengo esa manía de ensuciarlos de un lado, luego voltearlos y así ir rotándolos hasta que toda la tela cuadrada parece trapo de cocina.

Claro, hoy prefiero sacarlos a tiempo antes de pasar una vergüenza. Y no, ya no dejo mis mocos enraizados en la tela pues eso vuelve al pañuelo en una especie de cartón duro. Porque, de seguro alguna vez han probado dejar sus fluidos nasales en un papel por varios días y luego se dan cuenta que se ha endurecido. Lo mismo les pasaba a mis pañuelos en épocas de colegio cuando la gripe me consumía. Uno quedó tan duro que se pegó de uno de los lados. Y cuando logré despegarlo, se había teñido de amarillo, así que lo deseché.

La única que me obsequiaba pañuelos era mi mamá. No recuerdo que nadie, en mis épocas de niñez, me haya dado en regalía un paquete de pañuelos finos, o al menos de esos que se comercializan en los vasares. Nadie, nadie… hasta que la adolescencia llegó y con ella la atracción más abierta por las niñas. Ese revoloteo hormonal me incitó a cuidar mi apariencia incluyendo a los pañuelos. No más pañuelos reusados. No mientras alguna niña me solicitara prestárselo.

Quienes me conocen sabrán darme la razón: yo no soy un hombre de incontables conquistas. No comulgo con el ritual masculino del cortejo al por mayor. Digamos pues que nací siendo hombre pero en el paquete olvidaron colocarme el instinto voraz por las mujeres, eso al que otros llaman naturaleza varonil. ¡Porquerías! Para mí tiene otro nombre: machismo, cinismo, descaro, etc. Creo tener en mis adentros una porción femenina que me ayuda a comprenderlas más de lo que se imaginan. Eso sumado a mi convivencia con mujeres desde que nací hasta estas alturas, cuando solo habito junto a mi mamá.

A los catorce conocí a una pequeña mujercita, mayor que mí por once meses. De cuerpo fino, curvas pronunciadas y caderas anchas, de esas mujeres salvadoreñas que ya casi no se ven pues llevan por herencia el cuerpo desgastado y diminuto de sus madres. Con el respeto de las demás, Mi pequeña tiene otro tipo de belleza. Una más sutil, que llena la vista de regocijo, que despierta el deseo por consentirla, por bajarle el cielo, llevarla a la galaxia jamás descubierta y llamarla con su sagrado nombre. Mi Inmaculada Niñita Acanelada, reencarnación de alguna diosa griega, o a lo mejor de una princesa hija de alguno de los dioses mitológicos mayas, los Señores de Xibalbá, que de seguro se aparearon con las indígenas más bellas de la tribu acarreando consigo tanto esplendor y entremezclándose con los españoles hasta tener una escultura providencial, con matices indígenas y celestiales.

Aunque ella sería la segunda en enamorarme, es sin duda mi primer amor, amor adolescente, de juventud, y con seguridad el amor de toda mi existencia. Era el mes de abril, tres meses antes de mi cumpleaños número quince cuando atamos nuestros caminos. Dos meses antes le había relatado mi vida y obra. Me conocía como de toda la vida, como si nunca hubiese estado ausente de mis desgracias, logros, enfermedades y acontecimientos que me han moldeado.

Llegado el mes de julio, mi primera efeméride junto a ella, recibí el primer obsequio de sus manos. No sé cuánto lo habrá pensado, si lo habrá discutido con alguna amiga, si lo meditó sola o simplemente lo decidió de manera unánime. Como quiera que haya sido, mi regalo consistía en un shampoo, una manzana y… ¡los temibles pañuelos! Todo iba dentro de una bolsita roja con una especie de adorno peludo.

Mi ignorancia en temas mitológicos no era mucha, conozco varios cuentos fantásticos, sobre todo los que cuentan nuestra identidad cultural. ¡Pero eso que los pañuelos acarrean desgracias para mí era nuevo, absurdo y descabellado! ¿Y eso quién se lo habrá inventado, pregunto yo todavía? ¿Quién habrá sido el primer hombre enamorado que cayó en desgracia y maldijo a los pañuelos, a quien los regala y a quien los recibe? Llevo semanas buscando esa respuesta, si usted la sabe no olvide darme cuentas sobre el caso.

Al contarles a mi madre y a mi abuela sobre aquel detalle las dos reaccionaron con discrepancia respecto al por qué Mi Princesa de Xibalbá me había dado tal cosa escandalosa, a su parecer, habiendo tantas otras formas de expresar su aprecio hacia mí. No dudaron en amedrentarme y que me preparara porque el mundo se me vendría encima, que ahora me atuviera a los problemas, que a partir de ahí caerían como maleficios, como castigo a un pecado imborrable, como el pecado original con el que todos nacemos, según el Génesis, culpa de Adán y Eva y su desobediencia a Dios.

La verdad no me sorprendió sus declaraciones proféticas pues ya antes habían tratado de vaticinar ciertos acontecimientos políticos acaecidos en 2009 que no hace falta mencionar. Solo recuerde y trate de no arrepentirse por quién votó hace cuatro años. Ya nada se puede hacer. Lo mismo pienso yo de esa ocasión, ya nada podía cambiar. Si tendría que sufrir, esperaba hacerlo sin que nadie más se diera cuenta para no tener que aceptar que tenían razón, dije yo luego de escuchar sus alegatos.

No le mencioné nada de esa conversación a mi Niña Inmaculada. Pensé que era absurdo y que podría tomarlo en mal sentido, como si el regalo no fuera de  mi agrado. Así que callé y no me tomé más tiempo en convencerme si aquello era cierto. ¡Y más temprano que tarde llegó la desgracia! En agosto, luego de su cumpleaños había planeado una salida a la feria. La primera semana de agosto llegan las vacaciones, los desfiles y el consumo desmedido en los campos de las dos ferias principales: Don Rua para los más humildes, Consuma para los que siendo humildes se van a gastar la quincena en las juegos mecánicos, la comida y alguna adquisición material.

Resulta que esa salida nunca llegó. Por alguna razón que desconozco ella no aceptó. Más tarde me di cuenta que había salido una noche al campo de la feria junto a algunos familiares y se encontró con uno de tantos pretendientes que he tenido que aguantar. ¡Desgracia y pelea! Era de las primeras ocasiones que discutíamos por causa de un intruso, por tanto, siendo a penas el cuarto mes de relación, causaba más dolor de lo normal tener que entrar en confrontaciones y hasta cierto punto sentir celos por aquella noche en que los planes se frustraron.

Bajo ningún motivo até cabos y concluí que esa discusión fue a causa de los benditos pañuelos. No lo pensé durante los cuatro años siguientes, hasta que mi pobrecita Princesa Maya volvió a regalarme un paquete de pañuelos, junto a un shampoo y un paquete de semilla de marañón.

Todo aquello sucedido cuatro años antes no representaba nada más que un recuerdo, de los primeros en los cuales nos vemos en una situación de discordia. Lo de los pañuelos, ¡qué va!, eran historia. No niego que les tengo un gran aprecio pues siguen siendo mis pañuelos preferidos. Cambié mi antigua gama de pañuelos por los que ella me dio en aquel cumpleaños. Nunca los vi como enemigos, como símbolos del mal ni mucho menos. Eran y siguen siendo mis pañuelos de uso cotidiano. Con los que limpio mi frente al regreso de la universidad en horas meridianas, los que me salvan de los residuos de comida en mis manos y mi boca, los que utilizo para limpiar los lentes de mi Princesa Encantadora en las salidas al cine o a comer e incluso han secado sus lágrimas en los malos ratos

No tengo rencores contra mis elegantes pañuelos marca Diego Cassel. Así que pensé que otro juego de pañuelos no me caería mal. La noche del tres de julio, día de mi natalicio, ella vino a mi casa a festejar junto a la familia. En sus manos colgaba la bolsita de regalo donde los engendros del mal ya venían listos para traer el infierno a la tierra. Partimos el pastel, hasta una piñata me habían llevado, y eso que estaba cumpliendo diecinueve años. Al final fue una velada agradable que terminó en su casa con otro pastel y en compañía de su familia. ¡Qué más podía pedir!

Paso el cuatro, el cinco y nada. Llego el seis de julio, un sábado, día que salimos desde temprano de un lado a otro. Almorzamos juntos, fuimos al cine y regresamos para cenar en mi casa. Aun todo en paz, tan en paz que disfrutamos de la noche leyendo un buen libro, Cuentos sucios de una genio cuentista, Jacinta Escudos. Todo marchaba de maravilla. Llego el lunes, sin novedades. El martes, día de nuestro aniversario, un mes más juntos que adherimos a la cuenta que ya sobrepasaba los cuatro años y tres meses de relación. La verdad es que veníamos de una racha de malos ratos desde mayo. Ambos pensamos que ahora que había salido de la universidad y no regresaría sino hasta agosto, el tiempo nos caería como anillo al dedo. ¡Pero los demonios llegaron esa noche, y no salieron hasta después de once días!

La noche del nueve de julio comenzó a teñirse de un clima intolerante. Tratábamos de finalizar la lectura del libro que comenzamos a explorar el sábado anterior. De repente ya nada estaba yendo en la ruta pensada. Ambos intolerantes, sin vernos, sin hablar. La lectura inmutable, y solo la lluvia salpicaba el techo de su hogar. Dije entonces “así no leeré más”. Todo se detuvo. Ella cedió y trató de abrazarme, acción que intenté primero media hora antes sin lograrlo pues me dio la espalda. Me negué acusándola de haberme ignorado cuando traté de seguir leyendo. Le dije que ya no era momento que me abrazara pues solo lo hacía cuando ella lo necesitaba no cuando yo lo busqué. En ese momento estábamos de pie, nos sentamos y volvió el silencio. Al rato, dijo que tenía sueño. Inmediatamente me puse de pie, tomé el libro y sin renegar caminé hacia la puerta. No me despedí, pero por dentro sentía un amargo adiós que ninguno pronunció.

Al siguiente día se disculpó por medio de un mensaje a mi celular. Acepté pero seguía recriminándole. Volvimos a discutir. Dejo de mandarme mensajes por mi insistencia y porque según ella, no estaba para esperar tanto mis respuestas, que estaba demorándome demasiado y que eso no le agradaba. Seguí explicándole, no sé porque lo hacía. Era el miedo a verla enojada pues he ahí otra señal divina que sus raíces se remontan a las etnias desaparecidas de las selvas mesoamericanas. Su temple de hierro la convierte en una Diosa del trueno, de la tempestad y la amargura. La Diosa de los volcanes. Explotan con furia y queman. Mi Diosa Maya había reventado.

Entonces me remonté a la mística creencia de los pañuelos y sus maleficios que aún no entendía. Conversé con mi abuela y le comenté sobre el regalo que me había llegado como desgracia en mi cumpleaños. En una llamada telefónica, desde California, mi abuela me volvía a exhortar a que regalar pañuelos trae mala suerte. “Eso no te lo debería de dar”, me dijo en tono preocupante. Preguntó si habíamos peleado, si todo estaba bien. Claro que mentí, y sigo manteniendo esa idea que en esos once días de tormento nada pasó. Mi madre no lo cree pues mis noches las pasé en mi cuarto leyendo, tratando de escribir como desahogo y por último, cuando comenzaba a convencerme del hechizo de los pañuelos, busque en internet algún indicio del dichoso mal a ver si me daba respuestas.

¡Bingo! En un blog mexicano que tiene como título “SORPRENDERAS: 5 regalos que dan buena o mala suerte” encontré una escueta y simple explicación: regalar pañuelos trae peleas y lágrimas a la relación. ¡Mierda, por qué no lo leí antes! Seguí buscando y rebuscando. Unas cuantas páginas lo mencionaban, pero sin que algo pudiese convencerme, sin una verdadera explicación u origen de este mito maldecido, endemoniado que se ensaña con las parejas. Entonces me decidí a contarle a mi Niña Diosa enfurecía. Tuve que ceder, apelar a los sentimientos. Ella confesó que es débil ante estas situaciones, que odia mi frialdad, mi falta de atención y siente mi ausencia en las noches que no nos vimos. Le comenté lo de los pañuelos y le resumí el cuento que mi mamá y mi abuela me rezaron como una profecía cumplida. No quería creerme, quizá porque la costumbre es que yo la convenza con grandes argumentos. Esta vez no tenía más que contarle, ni yo alcanzaba a comprender la validez de esas creencias.

Al siguiente día me pidió más detalles. Volví a explicarle lo que mi abuela piensa respecto a los malditos pañuelos del mal augurio. Ella comenzó a tomarme enserio, sin embargo y con sinceridad aceptó jamás haber escuchado sobre pañuelos que lo maldicen a uno, que le generan problemas y hasta rupturas. Se lo comentó a su mamá y a su tía. Ninguna le dio razones. ¡Qué clase de brujería embarga entonces a estos pañuelos!

Ella preguntó qué haría con ellos. Respondí que los conservaría, o tal vez, para probar su poder maligno, se los regalaría a alguna pareja a ver qué sucede. No dudó en reprocharme que no lo hiciera, “qué tal que terminan”. ¡Ja! Con eso bastó para demostrar su aprobación al supuesto problema de los pañuelos del mal augurio. Después de eso aún seguimos con roces, pero ya todo estaba claro. Los pañuelos eran la causa de tantas desgracias, discusiones y comentarios que mejor no transcribo para conservar un poco de intimidad. Muerto el hechizo o no, el acercamiento se dio y todo lo explicamos con decir que “regalar pañuelos trae mal augurio”.

7 comentarios:

  1. Me encanto tu historia, me dejas preocupada mi paraja me regalo un pañuelo blanco con su nombre completo 😯 quedó muy triste en pensar que podemos pelear o tener fuertes discusiones , no quiero decir que nunca se han presentado si han pasado es solo que no quiero entrar en eso.
    Muchas gracias por tu historia
    Mejórate muchas cosas mías
    Saludos

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    1. Dale a tu novio una moneda para simbolizar que tú compraste el pañuelo.


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  2. aca en Colombia es la misma historia con los pañuelos, me gustan los pañuelos, pero siempre los compro, no permito q me los regalen.

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  3. Yo le regale un pañuelo a una muchacha, saben que significa, es que ella me pregunto que, que significa el regalo de un pañuelo...de anticipo agradezco su ayuda😊

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  4. Por Dios!!! Justo acabo de regalarle a mi novio un par de pañuelos con su nombre, el me dijo que tenia muchas ganas que le regalara un pañuelo porque antes las muchachas se los regalaban a los muchachos que querian para sus esposos!

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  5. MI hija le regalo de cumpleaños como 12 pañuelos a mi hijo el año pasado y desde entonces le ha ido muy mal, de haber sabido esto antes no lo hubiera permitido, no se cuanto dure la maldicion o como revocarla

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