R. Castrorrivas al centro. A su izquierda Roger Lindo y Roberto Laínez |
Como
el típico salvachuco ignorante, al oír el nombre de Ricardo
Castrorrivas, simplemente se me nubló la memoria al no tener referente alguno.
Su nombre me vino de golpe en una invitación de la DPI (Dirección de
Publicaciones e Impresiones) la cual hacía reseña a la presentación de una obra
de su autoría titulada “Teoría para lograr la inmortalidad y otras teorías”. De
tal manera que, antes de entrar a lo desconocido, preferí escudriñar lo poco
que hay en internet acerca de este poeta salvadoreño.
Ricardo
vio por primera vez la luz desbaratada de este mundo y respiró de nuestro aire
(que en aquellos tiempos olía a finca) el 19 de septiembre de 1938. Desde
temprana edad mostró talento en la escritura. “En tercer grado ya había ganado
su primer premio literario. Como narrador es muy creativo y original. Escribe
cuentos mágicos, oníricos y sociales muy impactantes, y se le distingue como
verdadero maestro de la narrativa salvadoreña". ( http://www.poemaspoetas.com/ricardo-castrorrivas)
Castrorrivas
fue uno de los miembros fundadores del grupo de poetas llamados Piedra y Siglo
del cual también forman parte Julio Iraheta Santos, Luis Melgar Brizuela,
Rafael Mendoza, Ovidio Villafuerte y otros más que ya fallecieron. En 2007 se
reunieron cuatro de ellos con motivo de su cuadragésimo aniversario desde su aparición
en 1967. En la actualidad, los de Piedra y Siglo ya cuentan 45 años de
existencia, versos, poemas y una lista enriquecida por la imaginación de
escultores de la palabra.
Luego de
ver un poco su carta de presentación, puedo ahondar en lo que fue la ceremonia en honor a su obra la cual no era ni inédita de tampoco de tinta fresca,
mas bien era la segunda edición de una obra publicada en el año de 1972. Mi
vergüenza se hace más grande al saber que después de tanto tiempo vine a
conocer un trabajo literario de alguien con calidad y, sobre todo, de sangre
cuscatleca. No me volveré a dar el lujo de decir que en nuestro país no hay
madera literaria que quede viva.
De camino
al MUNA (Museo Nacional de Antropología David J. Guzmán) pensaba en la última
pero primera vez que asistí a una presentación, que por cierto fue la del libro
“Los Poetas del Mal” de Manlio Argueta. Aunque mi concentración era evidente,
no pude pasar por alto la discusión de una pareja de jóvenes adultos quienes,
sin ningún disimulo y frente al precipicio de la fétida quebrada que pasa a un
lado del museo, se acusaban de manera amenazante, al borde de fulminarse con la
mirada. Eso me hizo ver una especie de espejo conductual pues venía de ser yo
el protagonista de una escena melodramática pero sin llantos, cosa que sí
sucedió con la joven en cuestión de segundos.
Pasado
ese desaire emocional, llegué al MUNA a tiempo, o mejor dicho antes de tiempo.
Había poca afluencia y así se mantuvo hasta el final en comparación con el
último de los eventos de este tipo ya antes mencionado. Sin esperar más me
dirigí a la mesa en donde promocionaban el libro que apenas sobrepasa las 100
páginas. Su precio no representaba una gran inversión y valía la pena. Una obra
de tamaño un tanto pequeño y con una portada de esas inspiradas en el
atardecer, cuando el sol cae a las espaldas de las montañas. Quizá fui el
segundo en adquirir el ejemplar pero, tal como me ocurrió la primera vez, me
quedé con las intenciones de llevarme a casa otro libro gracias a mi ajustado
presupuesto.
Al tener
que conformarme, no me quedó de otra que mirar los posibles candidatos para que
en una próxima invitación puedan acompañarme a casa. Mientras tanto, inicié la
lectura del pequeño libro de microcuentos, como los llama el propio autor al inicio.
Minutos más tarde dio inicio el acto con las palabras de Roger Lindo, director
de la DPI y a continuación se abrió el paso al comentario de Roberto Laínez.
Este último es un escritor que manifestó haberse enamorado de Teoría (nombre
abreviado de la obra) desde sus quince años. Su comentario fue, más que un
enfoque académico, una muestra poética de lo que dicha obra le generó en aquel
tiempo y lo que hoy siente desde un punto de vista más maduro.
La
lectura de Roberto conmovió a los que estábamos presentes de principio a fin, y
como no hacerlo si en varias oportunidades dijo –Leer esta obra fue como un
proceso de enamoramiento-. Al mismo tiempo, definió al arte literario no como
un arte sino como el oficio de las letras. Cuando finalizó se podía percibir la
emoción en sus ojos y en la tonalidad de su voz melódica que se entrecortó en
el punto culmine de su comentario.
Posteriormente,
llegó el turno de Ricardo Castrorrivas quien catalogó de entrada a Claudia Lars
como su madrina en el sentido del rol que jugó su legado artístico en la
formación de su talento en la poesía. También recordó a uno de sus compañeros
de grupo por ser el padrino de la primera edición y a Roberto Laínez por ser el
nuevo padrino en la edición actual.
Antes de
dar paso a la firma de sus ejemplares, Castrorrivas recordó algunas de sus
obras como Ciudades del amor, Las cabezas infinitas y Zaccabé-Uxtlá entre
otras. Pero, dentro de esta nueva edición de Teoría, dio lectura a varios de
sus cuentos, sin embargo, hay uno muy peculiar que citaré a continuación:
Brevedad
del cuento
Esto pasó
hace un millón de años.
Uk tomó
a su hijo de la mano; señalole la luna y emitió un gruñido…
A pesar
que me fue difícil entenderlo, nunca previne el final cuando ni siquiera pensé
que había iniciado el cuento (no por nada se titula así). Castrorrivas fue muy
elocuente, dejó en el cajón sus años de más y mostró el espíritu de las letras
inmortalizadas en el papel para la eternidad. Lo de poeta no se lo quita ni las
arrugas pues su mente parece lúcida, como si la estuviera usando por vez
primera. Como frase a sus lectores dijo –Espero den la batalla leyéndolo-.
Descifraré su advertencia una vez me envuelva en sus oraciones fantásticas.
Con eso
concluyó la presentación y era el momento de la firma de los ejemplares.
Mediante pasaban los asistentes, la cámara de un noticiero perteneciente al
tríptico fatalista enfocaba hacia la mesa donde Ricardo dejaba grabado su
nombre con una letra colocha bastante peculiar. Mi turno llegó y le di mi
nombre a efectos de dedicatoria. Agradecido y satisfecho le dejé seguir con su
plana de autógrafos, que por cierto fueron muchos.
Claro que
no podía marcharme sin antes probar los bocadillos cortesía de la casa. Tomé
asiento un rato y comencé a meditar sobre mi posición frente a los demás ahí
presentes. La mayoría con un estilo bohemio muy bien tallado en sus rostros y
sus vestimentas, con semblante de estudiosos, lectores de tiempo pleno y
escritores de buenos textos. Sin querer me estaba flagelando el alma de
escritor desconocido que guardo con recelo debido al temor de declarar mi
pasión por las letras.
Y un
golpe más al subconsciente, pues aparte de sentirme como el gato más gato entre
los asistentes, me sentía huérfano de herramientas para ofrecerles algo mejor a
ustedes, mi reservado público. Querer presentar una nota sin poseer una cámara
digna, conocimientos previos y sobre todo reputación otorgada por un empleo de
periodista acreditado, me limitó a observar como los demás sacaban fotos y el
del noticiero fastidioso le preguntaba por una obra que, al igual que mí, jamás
la había escuchado (con la diferencia que yo ahora la podré leer y él ni
siquiera la compró).
En fin,
que se puede esperar de un primerizo como yo. Aún soy prematuro es estas
tierras, no obstante, de a poco estoy aprendiendo. Y para no terminar llorando
de pena por mis desgracias y limitantes, emprendí el camino hacía el hoyo
marginal de donde salí, a unos pasos del museo que colinda con la asquerosa
quebrada de la cual soy vecino desde que tengo memoria.
A
pesar de todo, estos pequeños espacios que busco para cultivarme de
conocimientos en literatura nacional y transmitírselos a ustedes, terminan
siendo una base experimental en el largo camino que me espera. Un bonito ensayo
que me pone en contacto con los que ya tejieron su historia gracias a los
versos del corazón, esas grandes obras que vuelan más allá de nuestras
fronteras como colonos conquistando el nuevo mundo. Y si Ricardo Castrorrivas,
denominado poeta de la Habana Cusca por Otoniel Guevara, pudo romper las
cadenas de su época, por qué no cortar las cadenas del presente tan
desfavorable para los escritores, por qué no soñar con un público salvachuco
lector y analítico, por qué no ser inmortal como el cuento, inmortal como la
palabra, inmortal y teórico de los mortales de este tiempo.
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