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martes, 19 de febrero de 2013

No, no basta rezar



“No, no, no basta rezar 
hacen falta muchas cosas 
para conseguir la paz, 
no, no, no basta rezar 
hacen falta muchas cosas 
para conseguir la paz”


En un mediodía caluroso de sábado, estaba frente al monitor de mi computadora cuando mi abuela, como si se tratase de una injuria, me dijo que le bajara el volumen a una canción de Los Guaraguao que se escuchaba atenuada. –Bajale que a los mareros no les gusta esa música. -, -va que es de la guerrilla – dijo mi abuela a regañadientes. Mi sorpresa fue tanta que no sabía que decir. Estuve en silencio unos segundos y solo logré decirle “ya no estamos en guerra”.

Y es que una cosa no tiene que ver con la otra, ¿o sí? La paz firmada en el 92 le dio paso a la transformación de las instituciones de gobierno. Nacieron nuevas y se desintegraron otras. Las FAES se depuraron, el espectro político dio la bienvenida a la primera guerrilla en el mundo que se convirtió en partido político (FMLN), la democracia se echó a andar y el sistema de “libertades” quedó bajo la cautela de organismos estatales y acuerdos internacionales.

El andamiaje neoliberal hizo del país uno más de sus enclaves, la inversión extranjera llegaba más seguido y el libre mercado daba credibilidad temporal al supuesto de Cristiani sobre “la teoría del rebalse” (de todos conocida que por muy estupenda que sonaba, la copa de arriba no tenía fondo y las de abajo se llenan a cuenta gotas). Así nos alejábamos de las balas para encaminarnos a la bendita paz que tanto anhelamos. Y ahora, ¿dónde está?


“Y rezan de buena fe 
y rezan de corazón 
pero también reza el piloto 
cuando monta en el avión 
para ir a bombardear 
a los niños de Vietnam, 
para ir a bombardear 
a los niños de Vietnam” 


Acabó la “guerra fría”, el fin de la historia para algunos teóricos, pero para mí, es el inicio de una etapa unipolar construida desde el siglo anterior. Desapareció el oso gigante del este y con él la utopía del comunismo, Marxismo, Leninismo, Estalinismo y toda corriente que se le parezca. Ahora, en nuestra era, los que marcan el paso de una alternativa al universo unipolar se hacen llamar castristas o chavistas, social- demócratas, socialistas del siglo XXI y su conjunto que defienden un gobierno social mientras rechazan firmemente los oligopolios y el dominio privado. Claro está, no son los únicos, pero sí los más relevantes en nuestras tierras latinoamericanas.

Los llevo a navegar un poco por la historia para reflexionar sobre nuestra posición como país en base a nuestra experiencia de salvadoreños, o salvachucos, a mi léxico propio. La guerra civil entre 1980 y 1992 fue la expresión del descontento social de un país explotado por el puño de los terratenientes, aminorado por el abuso de los regímenes militares y, finalmente, saqueado gracias a las oligarquías y élites simpatizantes del capital en la época contemporánea.

Bajo este contexto se desplazan muchos de los cambios en nuestra tierra de barro y café. La guerra de las extremas, de los dos mundos separados por la desigualdad en riqueza, continúa a pesar de las reivindicaciones sociales de los últimos años. Es, como dicen muchos periodistas y hasta empresarios, “darnos atol con el dedo”. La deuda con el pueblo es grande en términos superlativos. No solo implica el desequilibrio económico, la impunidad de las leyes, el desarrollo en la educación y servicios estatales. El problema también es con el estigma, el pasado que decidieron dejar en el olvido, los que nunca fueron reconciliados y ahora viven con el miedo y el odio de ayer.


“Cuando el pueblo se levante 
y que todo haga cambiar 
ustedes dirán conmigo 
no bastaba con rezar, 
ustedes dirán conmigo 
no bastaba con rezar” 


Creo firmemente en la voluntad del pueblo, creo en el poder de la voz, el poder de la denuncia y de la organización. Hemos demostrado saber batallar contra el sistema, hemos visto mártires que marcan con su sangre el camino de la verdad, pero no hace falta otra guerra para volver a pelear por lo que es nuestro. No hace falta ver más héroes anónimos o mártires para alzar nuestras cabezas y exigir justicia imparcial.

Lastimosamente, a nuestros ciudadanos nadie los reconcilió en paz, nadie pactó un acuerdo social, nadie garantizó la reparación de los daños causados por aquel conflicto de clases, nadie priorizó en la generación futura, la de postguerra, la que hoy sigue creciendo con el germen que no pudo ser combatido a tiempo. Ese germen venenoso es el de la violencia. La violencia en todas sus expresiones, desde el núcleo familiar o más bien desintegrado, hasta en las partidocracias que se difaman y amenazan en el Salón Azul.

El germen masivo de la violencia nos mantiene distanciados como un imán soberbio, y al mismo tiempo nos ahuyenta por el miedo represivo a ser víctimas de él. De ahí nacen los estigmas hacia el proletariado, aquellos que viven a las puertas de barrancas, de arrabales, quebradas y líneas férreas, o aquellos que yacen en el olvido entre fincas y cafetales. Este pueblo, que es la mayoría, una mayoría pobre, es el que sufre el efecto secundario de las heridas del conflicto armado, ahora transformado en un conflicto social.


“En el mundo no habrá paz 
mientras haya explotación 
del hombre por el hombre 
y exista desigualdad, 
del hombre por el hombre 
y exista desigualdad” 


La década de los noventa vio nacer una nueva forma de violencia y también una nueva forma de explotación. La burocracia de entonces (los viejos ricos de hoy) dijeron “este es el progreso” alzando su mano derecha y puño cerrado, mientras que con la izquierda entregaban nuestros bancos, nuestra energía, nuestra agua, ríos y montañas. Entregaron las riendas de nuestros recursos naturales, nuestra tierra y sustento. Mientras ellos defendían la afamada libertad como única opción de paz, el pobre excombatiente comía plomo de sus balas rezagadas. El guerrillero mordía su bandera roja en señal de descontento y arriba las partidocracias comenzaban a engordar sus bolsas.

Inventaron una “Ley de Amnistía” para librarse del mal, los fueros, los beneficios de ser un “padre de la patria”. Crearon un fantástico sistema de impunidad del cual todos aprendimos. El país atendió a la frase “perdón y olvido” como abejas sosegadas por la luz de un candil. Nos vendieron el desarrollo, modelos de otros países y hasta el “dólar” como el santo grial para nuestra desdicha. Los tentáculos de la élite funcionaban a la perfección. El aparato ideológico hacía su parte: menos cultura y más progreso, menos preguntas y más progreso, menos información y más progreso.

El velo de la ignorancia que cargamos los salvachucos es tan longevo como nuestras raíces. La educación, para la élite, es peligrosa. Nos privaron de leer, de aprender a aprender, de investigar, de conocer nuestra cultura e incluso la eliminaron para que no nos interesara otra cosa más que el progreso, el sueño americano, las urbes europeas, los malls, el mercado, las ofertas y las marcas. Nos arrinconaron en un pequeño mundo plástico, mientras su discurso proclamaba el libre albedrío.

Su sistema gobernante, la apatía para resolver los conflictos de la postguerra, la pobreza, el analfabetismo y el sometimiento para no conocer la verdad fueron la cuna para los inmigrantes repatriados, aquellos que corrieron de las balas, pero que se enfrentaron a la pesadilla del norte. Sus cuerpos regresaron tatuados, sus mentes corrompidas y sus sueños truncados. Volvieron al valle de las hamacas para reproducir lo que el imperio norteamericano les enseñó en sus calles. Aprovecharon las rajaduras de nuestro pueblo para reclutar a los hijos de la guerra, agrupar a los huérfanos y enfrentarnos a otro tipo de guerra, la de las pandillas.


“Nada se puede lograr 
si no hay revolución 
reza el rico, reza el amo 
y te maltratan al peón, 
reza el rico, reza el amo 
y te maltratan al peón” 


Cuando mi abuela me reclamó quitar esta canción, realmente hizo alusión a dos cosas que resultan venir del mismo vientre. Su experiencia con la guerra demuestra ser tan similar a la experiencia de la violencia que hoy se vive en cualquier rincón de este pulgarcito. No fue una simple confusión sino una relación directa con la violencia de antes y la que hoy cobra miles de vidas por año. Es alarmante pensar en que nuestra sociedad de postguerra vive como si el conflicto jamás hubiese terminado, ¿o es que aún persiste? La evidencia parece decir que sí.

Veintiún años después de acordar el cese al fuego, las balas siguen desangrando a los hijos y nietos de la guerra. Muchos, al igual que yo, intentamos entender las tres décadas pasadas, hacemos conjeturas, buscamos la verdad en las pocas fuentes que se encargaron de atar cabos y denunciar los crímenes de lesa humanidad. Muchos, como yo, aún se preguntan si la paz se firmó con tinta o con sangre, si se cerraron todas las heridas o aún existen verdades a medias o mentiras completas. Lo cierto es que mi generación está obligada a remontarse a sus raíces, a conocer la verdad, a hacer justicia, anunciar, denunciar y no esperar a que los mismos de siempre nos digan cual es la versión completa. Nuestro compromiso es reparar y nunca olvidar, actuar y no simplemente rezar.