“No, no, no basta rezar
hacen falta muchas cosas
para conseguir la paz,
no, no, no basta rezar
hacen falta muchas cosas
para conseguir la paz”
hacen falta muchas cosas
para conseguir la paz,
no, no, no basta rezar
hacen falta muchas cosas
para conseguir la paz”
En un mediodía caluroso de sábado, estaba frente al monitor de mi
computadora cuando mi abuela, como si se tratase de una injuria, me dijo que le
bajara el volumen a una canción de Los Guaraguao que se escuchaba atenuada.
–Bajale que a los mareros no les gusta esa música. -, -va que es de la
guerrilla – dijo mi abuela a regañadientes. Mi sorpresa fue tanta que no sabía
que decir. Estuve en silencio unos segundos y solo logré decirle “ya no estamos
en guerra”.
Y es que una cosa no tiene que ver con la otra, ¿o sí? La paz firmada en
el 92 le dio paso a la transformación de las instituciones de gobierno.
Nacieron nuevas y se desintegraron otras. Las FAES se depuraron, el espectro
político dio la bienvenida a la primera guerrilla en el mundo que se convirtió en
partido político (FMLN), la democracia se echó a andar y el sistema de
“libertades” quedó bajo la cautela de organismos estatales y acuerdos
internacionales.
El andamiaje neoliberal hizo del país uno más de sus enclaves, la
inversión extranjera llegaba más seguido y el libre mercado daba credibilidad
temporal al supuesto de Cristiani sobre “la teoría del rebalse” (de todos
conocida que por muy estupenda que sonaba, la copa de arriba no tenía fondo y
las de abajo se llenan a cuenta gotas). Así nos alejábamos de las balas para
encaminarnos a la bendita paz que tanto anhelamos. Y ahora, ¿dónde está?
“Y rezan de buena fe
y rezan de corazón
pero también reza el piloto
cuando monta en el avión
para ir a bombardear
a los niños de Vietnam,
para ir a bombardear
a los niños de Vietnam”
Acabó la
“guerra fría”, el fin de la historia para algunos teóricos, pero para mí, es el
inicio de una etapa unipolar construida desde el siglo anterior. Desapareció el
oso gigante del este y con él la utopía del comunismo, Marxismo, Leninismo,
Estalinismo y toda corriente que se le parezca. Ahora, en nuestra era, los que
marcan el paso de una alternativa al universo unipolar se hacen llamar
castristas o chavistas, social- demócratas, socialistas del siglo XXI y su
conjunto que defienden un gobierno social mientras rechazan firmemente los
oligopolios y el dominio privado. Claro está, no son los únicos, pero sí los
más relevantes en nuestras tierras latinoamericanas.
Los llevo a
navegar un poco por la historia para reflexionar sobre nuestra posición como
país en base a nuestra experiencia de salvadoreños, o salvachucos, a mi léxico propio. La guerra civil entre 1980 y 1992
fue la expresión del descontento social de un país explotado por el puño de los
terratenientes, aminorado por el abuso de los regímenes militares y,
finalmente, saqueado gracias a las oligarquías y élites simpatizantes del
capital en la época contemporánea.
Bajo este
contexto se desplazan muchos de los cambios en nuestra tierra de barro y café.
La guerra de las extremas, de los dos mundos separados por la desigualdad en
riqueza, continúa a pesar de las reivindicaciones sociales de los últimos años.
Es, como dicen muchos periodistas y hasta empresarios, “darnos atol con el
dedo”. La deuda con el pueblo es grande en términos superlativos. No solo implica
el desequilibrio económico, la impunidad de las leyes, el desarrollo en la
educación y servicios estatales. El problema también es con el estigma, el
pasado que decidieron dejar en el olvido, los que nunca fueron reconciliados y
ahora viven con el miedo y el odio de ayer.
“Cuando el pueblo se levante
y que todo haga cambiar
ustedes dirán conmigo
no bastaba con rezar,
ustedes dirán conmigo
no bastaba con rezar”
Creo firmemente en la voluntad del pueblo, creo en el poder de la voz,
el poder de la denuncia y de la organización. Hemos demostrado saber batallar
contra el sistema, hemos visto mártires que marcan con su sangre el camino de
la verdad, pero no hace falta otra guerra para volver a pelear por lo que es
nuestro. No hace falta ver más héroes anónimos o mártires para alzar nuestras
cabezas y exigir justicia imparcial.
Lastimosamente, a nuestros ciudadanos nadie los reconcilió en paz, nadie
pactó un acuerdo social, nadie garantizó la reparación de los daños causados
por aquel conflicto de clases, nadie priorizó en la generación futura, la de
postguerra, la que hoy sigue creciendo con el germen que no pudo ser combatido
a tiempo. Ese germen venenoso es el de la violencia. La violencia en todas sus
expresiones, desde el núcleo familiar o más bien desintegrado, hasta en las
partidocracias que se difaman y amenazan en el Salón Azul.
El germen masivo de la violencia nos mantiene distanciados como un imán soberbio,
y al mismo tiempo nos ahuyenta por el miedo represivo a ser víctimas de él. De
ahí nacen los estigmas hacia el proletariado, aquellos que viven a las puertas
de barrancas, de arrabales, quebradas y líneas férreas, o aquellos que yacen en
el olvido entre fincas y cafetales. Este pueblo, que es la mayoría, una mayoría
pobre, es el que sufre el efecto secundario de las heridas del conflicto
armado, ahora transformado en un conflicto social.
“En el mundo no habrá paz
mientras haya explotación
del hombre por el hombre
y exista desigualdad,
del hombre por el hombre
y exista desigualdad”
La década de los noventa vio nacer una nueva forma de violencia y
también una nueva forma de explotación. La burocracia de entonces (los viejos
ricos de hoy) dijeron “este es el progreso” alzando su mano derecha y puño
cerrado, mientras que con la izquierda entregaban nuestros bancos, nuestra
energía, nuestra agua, ríos y montañas. Entregaron las riendas de nuestros
recursos naturales, nuestra tierra y sustento. Mientras ellos defendían la
afamada libertad como única opción de paz, el pobre excombatiente comía plomo
de sus balas rezagadas. El guerrillero mordía su bandera roja en señal de
descontento y arriba las partidocracias comenzaban a engordar sus bolsas.
Inventaron una “Ley de Amnistía” para librarse del mal, los fueros, los
beneficios de ser un “padre de la patria”. Crearon un fantástico sistema de
impunidad del cual todos aprendimos. El país atendió a la frase “perdón y
olvido” como abejas sosegadas por la luz de un candil. Nos vendieron el
desarrollo, modelos de otros países y hasta el “dólar” como el santo grial para
nuestra desdicha. Los tentáculos de la élite funcionaban a la perfección. El
aparato ideológico hacía su parte: menos cultura y más progreso, menos
preguntas y más progreso, menos información y más progreso.
El velo de la ignorancia que cargamos los salvachucos es tan longevo como nuestras raíces. La educación, para
la élite, es peligrosa. Nos privaron de leer, de aprender a aprender, de
investigar, de conocer nuestra cultura e incluso la eliminaron para que no nos interesara
otra cosa más que el progreso, el sueño americano, las urbes europeas, los malls, el mercado, las ofertas y las
marcas. Nos arrinconaron en un pequeño mundo plástico, mientras su discurso
proclamaba el libre albedrío.
Su sistema gobernante, la apatía para resolver los conflictos de la
postguerra, la pobreza, el analfabetismo y el sometimiento para no conocer la
verdad fueron la cuna para los inmigrantes repatriados, aquellos que corrieron
de las balas, pero que se enfrentaron a la pesadilla del norte. Sus cuerpos
regresaron tatuados, sus mentes corrompidas y sus sueños truncados. Volvieron
al valle de las hamacas para reproducir lo que el imperio norteamericano les
enseñó en sus calles. Aprovecharon las rajaduras de nuestro pueblo para
reclutar a los hijos de la guerra, agrupar a los huérfanos y enfrentarnos a
otro tipo de guerra, la de las pandillas.
“Nada se puede lograr
si no hay revolución
reza el rico, reza el amo
y te maltratan al peón,
reza el rico, reza el amo
y te maltratan al peón”
Cuando mi abuela me reclamó
quitar esta canción, realmente hizo alusión a dos cosas que resultan venir del
mismo vientre. Su experiencia con la guerra demuestra ser tan similar a la
experiencia de la violencia que hoy se vive en cualquier rincón de este
pulgarcito. No fue una simple confusión sino una relación directa con la violencia
de antes y la que hoy cobra miles de vidas por año. Es alarmante pensar en que
nuestra sociedad de postguerra vive como si el conflicto jamás hubiese
terminado, ¿o es que aún persiste? La evidencia parece decir que sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario