Ahora me avergüenzo de
mi forma de rezar. Todas las mañanas, luego de tomar mis llaves, el teléfono,
mi mochila y asegurar las puertas de mi hogar, converso con Dios Padre abriendo
mis manos, cerrando intermitentemente mis ojos que se clavan en el cielo y todo
antes de despedirme del vacío que dejo tras la entrada principal.
Un minuto, no más. El
tiempo siempre se reduce a una mísera fracción pues, mientras saco mi lista de
peticiones, pienso en las clases, las tareas pendientes, la cena de anoche, los
desechos del perro y cualquier mal que me distrae inquietándome. Por fin
termino la micro letanía sin esperar la respuesta divina. Es como si el Dios
que profeso fuese el operador telefónico de la comida rápida y yo el cliente
que ordena exigiendo con orgullo inherente.
Allá va mi alma
despavorida tiritando por el mal de cada día, esa sensación que nos inyectan a
diario acerca de la muerte a mano armada o a manos de alguna jaula de metal y
su nómada en el volante. Aunque no quiera, dejo mi integridad en la fortuna o
desacierto de uno de ellos. Abordo la jaula con menos de diez minutos antes de
la hora de mi primera clase. Sigo resintiendo el dolor en mi pie derecho, pero
el arranque me arrastra hasta los asientos de atrás.
Ahí caigo como un clavo
empujado por el azar. Junto a la ventana hay una mujer que parece dormida. Me siento tratando
de acomodar mis piernas que son demasiado largas para el espacio entre los
asientos. Hasta ese momento el viaje no vale la pena ni recordarlo, sin embargo
bastó con verle sus manos que aprisionaban un rosario de color café quemado para
despertar de golpe.
La mujer que creí
dormida realmente rezaba. Sus ojos sumergidos en la oscuridad debajo de sus
párpados develaban la devoción de cada Ave María. Su cuerpo ligero simplemente
flotaba con el movimiento del armatoste. No se inmutaba ni respondía al ruido
exterior. Ella solo rezaba, aprisionaba su camándula y rezaba.
El resplandor del sol
entraba por la ventana y cubría su blusa verde con el calor atenuado de las
8:25. A mitad de mi ruta abrió los ojos, quizá porque sintió el roce de mi
pierna en una de las curvas. Ahí aprecié toda su belleza natural. Su rostro
iba acompañado de un maquille vistoso pero no excesivo. En sus piernas cargaba
una cartera de cuero lustrado negra, una bolsa de tela del mismo color y una
botella con agua con menos de la mitad. Volvió a concentrarse, tomó una de las
bolitas de madera y la presionó entre su dedo índice y el medio.
El bus se detuvo en una
de sus paradas. Observé la simpleza de su peinado recogido en una cola. Su pelo
teñido brillaba con nitidez. Era una mujer muy cuidada. A lo mejor treintañera,
soltera pero trabajadora. De esas pocas mujeres que inspiran decencia, que
ilusionan a un hombre, que enorgullece a su madre, un ejemplo de fémina virtuosa.
Más adelante, cuando
ella bajó del bus y tomó su camino, la llamé Magdalena. La Magdalena, virgen joven,
iluminada de forma natural; así era La Magdalena que iba a mi lado. Rezaba por sus
aflicciones, imploraba por su familia, buscaba el perdón en cada Padre Nuestro
y suprimía de su rezo el bienestar propio. No sé cómo es que lo sé, pero estoy
seguro que eso era lo que su silencio decía en conversación íntima con el Dios
de los penitentes.
La Magdalena ha acabado
sus plegarias. Deja de presionar su camándula y la guarda en su cartera de
cuero lustrado. Deja ver el iris de sus ojos y de paso veo sus manos blancas y
en la punta sus uñas color ocre. Sigo observando sus dedos delicados adornados
nada más con el tinte artificial. Recoge de sus piernas ambas bolsas, una de
ellas, la de tela, parece un poco pesada. Se prepara para salir.
Minutos antes de
despedir con la mirada a La Magdalena, quito mi vista de su hermosa escultura
femenina. Comienzo a recordar que en mi casa guardo tres camándulas. Dos de
ellas las compré en las afueras de la Ceiba de Guadalupe y la otra me la dieron
mis tíos el día que hice mi confirma. Ellos eran mis padrinos. Voy más lejos
en mi memoria y apenas logro traer al presente la última vez que tomé el
rosario y recé. Fue en bachillerato, en clase de orientación cristiana.
La Magdalena se levanta
con dificultad pues carga con demasiado. De espaldas a mí y frente a la puerta
de salida la veo con su blusa verde y su pantalón negro ajustado a sus piernas.
De pie su presencia es más notable, su cuerpo macizo sería el orgullo de
cualquier conquistador. Por fin oigo su voz. Es dulce, melódica como la de cualquier
joven con apariencia de treinta. Saluda a una señora al costado opuesto del asiento
donde me acompañó no más de diez minutos. El bus se detiene y ella se baja despidiéndose
de la señora y la pierdo de vista.
Olvido por un momento seguirla con la mirada en su ruta laboral. Prefiero meditar el tiempo que duró su presencia y pensar qué haré ahora que ya no está a mi lado. La Magdalena, divina mujer virgen para mis ojos, se ha ganado mi aprecio, un sincero respeto y añoranza de coincidir una vez más para que me enseñe cómo rezar en medio de la hostilidad, cómo meditar frente a los problemas y al mismo tiempo ignorar que una persona te observe mientras dejas tu intimidad en la fe religiosa.
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