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miércoles, 24 de julio de 2013

El mito de los pañuelos del mal augurio

A ver, cómo empezar sin ser supersticioso o caer en la subjetividad. Hasta hoy no he sabido cómo, porque cuando uno es el fiador de estos casos resulta difícil apartarse de lo tendencioso. Como sea, ¡tengo que contárselos, debo confesárselos! Hace años no lo habría creído, ni siquiera lo hubiese tomado como una explicación a los eventos que estoy a punto de relatar. Quien tenga oídos que oiga, dijo el Señor. Pero yo digo, quien tenga ojos que lea.

Mi abuela y mi madre siempre fueron del dogma que un hombre sin pañuelo era un hombre ordinario, inculto y malcriado. Por eso, en la bolsa trasera de mi pantalón o short siempre me acompañaba un pañuelo de tela planchado. “Para los mocos”, decía abuela. “Para el sudor”, decía mi mamá. “Para qué”, pensaba yo a mis siete años. Su utilidad me era irrelevante, salvo las ocasiones en que me secaba las manos después de lavarme con agua, para cubrirme del sol en largas caminatas y hasta lo usé de paraguas una tarde cuando regresaba a pie a mi casa en medio del aguacero.

Siempre he adorado el olor de los pañuelos recién planchados, esa suavidad deslizándose en la punta de mis dedos o al frotarlo en mi rostro. Mi madre aun me los plancha pero con cierta displicencia pues de la delicadeza de niño pasé al desacato de un joven que acumula hasta tres pañuelos mugrosos en su mesa de noche y, en ocasiones, los olvido dentro de las bolsas de mis jeans o shorts.

Ese gusto y buen hábito de cargar un pañuelo, que al inicio era simplemente un acompañante y se fue convirtiendo en una muestra de mi delicadeza hacia el sexo femenino, me fue caracterizando al borde de querer cargar dos pañuelos, uno para las damas, de preferencia blanco, y el otro para mí, siempre celeste o gris para no hacer tan notorias las manchas negras que arrancaba de mi cara debido a la polución. Esa técnica funcionó, no en gran medida ya que el pañuelo extra pocas veces lo presté a una que otra compañera de clases. Al final, terminó siendo el pañuelo a préstamo para mis amigos que lo empapaban de sudor y vellos faciales luego de las clases de deporte. Entonces decidí cambiar ese pañuelo por una toalla.

Debo decir que tenía pocos, a lo mucho cuatro. Jamás me faltaron, eso sí. El detalle no tan apreciado de mi afán por mantener los pañuelos de mis bolsillos era que acumulaba tanta mugre que al momento de lavarlos, mi abuela, y después mi madre, echaban su furia contra mí por ser tan antihigiénico al utilizar el pañuelo por dos o tres semanas. Aun ahora tengo esa manía de ensuciarlos de un lado, luego voltearlos y así ir rotándolos hasta que toda la tela cuadrada parece trapo de cocina.

Claro, hoy prefiero sacarlos a tiempo antes de pasar una vergüenza. Y no, ya no dejo mis mocos enraizados en la tela pues eso vuelve al pañuelo en una especie de cartón duro. Porque, de seguro alguna vez han probado dejar sus fluidos nasales en un papel por varios días y luego se dan cuenta que se ha endurecido. Lo mismo les pasaba a mis pañuelos en épocas de colegio cuando la gripe me consumía. Uno quedó tan duro que se pegó de uno de los lados. Y cuando logré despegarlo, se había teñido de amarillo, así que lo deseché.

La única que me obsequiaba pañuelos era mi mamá. No recuerdo que nadie, en mis épocas de niñez, me haya dado en regalía un paquete de pañuelos finos, o al menos de esos que se comercializan en los vasares. Nadie, nadie… hasta que la adolescencia llegó y con ella la atracción más abierta por las niñas. Ese revoloteo hormonal me incitó a cuidar mi apariencia incluyendo a los pañuelos. No más pañuelos reusados. No mientras alguna niña me solicitara prestárselo.

Quienes me conocen sabrán darme la razón: yo no soy un hombre de incontables conquistas. No comulgo con el ritual masculino del cortejo al por mayor. Digamos pues que nací siendo hombre pero en el paquete olvidaron colocarme el instinto voraz por las mujeres, eso al que otros llaman naturaleza varonil. ¡Porquerías! Para mí tiene otro nombre: machismo, cinismo, descaro, etc. Creo tener en mis adentros una porción femenina que me ayuda a comprenderlas más de lo que se imaginan. Eso sumado a mi convivencia con mujeres desde que nací hasta estas alturas, cuando solo habito junto a mi mamá.

A los catorce conocí a una pequeña mujercita, mayor que mí por once meses. De cuerpo fino, curvas pronunciadas y caderas anchas, de esas mujeres salvadoreñas que ya casi no se ven pues llevan por herencia el cuerpo desgastado y diminuto de sus madres. Con el respeto de las demás, Mi pequeña tiene otro tipo de belleza. Una más sutil, que llena la vista de regocijo, que despierta el deseo por consentirla, por bajarle el cielo, llevarla a la galaxia jamás descubierta y llamarla con su sagrado nombre. Mi Inmaculada Niñita Acanelada, reencarnación de alguna diosa griega, o a lo mejor de una princesa hija de alguno de los dioses mitológicos mayas, los Señores de Xibalbá, que de seguro se aparearon con las indígenas más bellas de la tribu acarreando consigo tanto esplendor y entremezclándose con los españoles hasta tener una escultura providencial, con matices indígenas y celestiales.

Aunque ella sería la segunda en enamorarme, es sin duda mi primer amor, amor adolescente, de juventud, y con seguridad el amor de toda mi existencia. Era el mes de abril, tres meses antes de mi cumpleaños número quince cuando atamos nuestros caminos. Dos meses antes le había relatado mi vida y obra. Me conocía como de toda la vida, como si nunca hubiese estado ausente de mis desgracias, logros, enfermedades y acontecimientos que me han moldeado.

Llegado el mes de julio, mi primera efeméride junto a ella, recibí el primer obsequio de sus manos. No sé cuánto lo habrá pensado, si lo habrá discutido con alguna amiga, si lo meditó sola o simplemente lo decidió de manera unánime. Como quiera que haya sido, mi regalo consistía en un shampoo, una manzana y… ¡los temibles pañuelos! Todo iba dentro de una bolsita roja con una especie de adorno peludo.

Mi ignorancia en temas mitológicos no era mucha, conozco varios cuentos fantásticos, sobre todo los que cuentan nuestra identidad cultural. ¡Pero eso que los pañuelos acarrean desgracias para mí era nuevo, absurdo y descabellado! ¿Y eso quién se lo habrá inventado, pregunto yo todavía? ¿Quién habrá sido el primer hombre enamorado que cayó en desgracia y maldijo a los pañuelos, a quien los regala y a quien los recibe? Llevo semanas buscando esa respuesta, si usted la sabe no olvide darme cuentas sobre el caso.

Al contarles a mi madre y a mi abuela sobre aquel detalle las dos reaccionaron con discrepancia respecto al por qué Mi Princesa de Xibalbá me había dado tal cosa escandalosa, a su parecer, habiendo tantas otras formas de expresar su aprecio hacia mí. No dudaron en amedrentarme y que me preparara porque el mundo se me vendría encima, que ahora me atuviera a los problemas, que a partir de ahí caerían como maleficios, como castigo a un pecado imborrable, como el pecado original con el que todos nacemos, según el Génesis, culpa de Adán y Eva y su desobediencia a Dios.

La verdad no me sorprendió sus declaraciones proféticas pues ya antes habían tratado de vaticinar ciertos acontecimientos políticos acaecidos en 2009 que no hace falta mencionar. Solo recuerde y trate de no arrepentirse por quién votó hace cuatro años. Ya nada se puede hacer. Lo mismo pienso yo de esa ocasión, ya nada podía cambiar. Si tendría que sufrir, esperaba hacerlo sin que nadie más se diera cuenta para no tener que aceptar que tenían razón, dije yo luego de escuchar sus alegatos.

No le mencioné nada de esa conversación a mi Niña Inmaculada. Pensé que era absurdo y que podría tomarlo en mal sentido, como si el regalo no fuera de  mi agrado. Así que callé y no me tomé más tiempo en convencerme si aquello era cierto. ¡Y más temprano que tarde llegó la desgracia! En agosto, luego de su cumpleaños había planeado una salida a la feria. La primera semana de agosto llegan las vacaciones, los desfiles y el consumo desmedido en los campos de las dos ferias principales: Don Rua para los más humildes, Consuma para los que siendo humildes se van a gastar la quincena en las juegos mecánicos, la comida y alguna adquisición material.

Resulta que esa salida nunca llegó. Por alguna razón que desconozco ella no aceptó. Más tarde me di cuenta que había salido una noche al campo de la feria junto a algunos familiares y se encontró con uno de tantos pretendientes que he tenido que aguantar. ¡Desgracia y pelea! Era de las primeras ocasiones que discutíamos por causa de un intruso, por tanto, siendo a penas el cuarto mes de relación, causaba más dolor de lo normal tener que entrar en confrontaciones y hasta cierto punto sentir celos por aquella noche en que los planes se frustraron.

Bajo ningún motivo até cabos y concluí que esa discusión fue a causa de los benditos pañuelos. No lo pensé durante los cuatro años siguientes, hasta que mi pobrecita Princesa Maya volvió a regalarme un paquete de pañuelos, junto a un shampoo y un paquete de semilla de marañón.

Todo aquello sucedido cuatro años antes no representaba nada más que un recuerdo, de los primeros en los cuales nos vemos en una situación de discordia. Lo de los pañuelos, ¡qué va!, eran historia. No niego que les tengo un gran aprecio pues siguen siendo mis pañuelos preferidos. Cambié mi antigua gama de pañuelos por los que ella me dio en aquel cumpleaños. Nunca los vi como enemigos, como símbolos del mal ni mucho menos. Eran y siguen siendo mis pañuelos de uso cotidiano. Con los que limpio mi frente al regreso de la universidad en horas meridianas, los que me salvan de los residuos de comida en mis manos y mi boca, los que utilizo para limpiar los lentes de mi Princesa Encantadora en las salidas al cine o a comer e incluso han secado sus lágrimas en los malos ratos

No tengo rencores contra mis elegantes pañuelos marca Diego Cassel. Así que pensé que otro juego de pañuelos no me caería mal. La noche del tres de julio, día de mi natalicio, ella vino a mi casa a festejar junto a la familia. En sus manos colgaba la bolsita de regalo donde los engendros del mal ya venían listos para traer el infierno a la tierra. Partimos el pastel, hasta una piñata me habían llevado, y eso que estaba cumpliendo diecinueve años. Al final fue una velada agradable que terminó en su casa con otro pastel y en compañía de su familia. ¡Qué más podía pedir!

Paso el cuatro, el cinco y nada. Llego el seis de julio, un sábado, día que salimos desde temprano de un lado a otro. Almorzamos juntos, fuimos al cine y regresamos para cenar en mi casa. Aun todo en paz, tan en paz que disfrutamos de la noche leyendo un buen libro, Cuentos sucios de una genio cuentista, Jacinta Escudos. Todo marchaba de maravilla. Llego el lunes, sin novedades. El martes, día de nuestro aniversario, un mes más juntos que adherimos a la cuenta que ya sobrepasaba los cuatro años y tres meses de relación. La verdad es que veníamos de una racha de malos ratos desde mayo. Ambos pensamos que ahora que había salido de la universidad y no regresaría sino hasta agosto, el tiempo nos caería como anillo al dedo. ¡Pero los demonios llegaron esa noche, y no salieron hasta después de once días!

La noche del nueve de julio comenzó a teñirse de un clima intolerante. Tratábamos de finalizar la lectura del libro que comenzamos a explorar el sábado anterior. De repente ya nada estaba yendo en la ruta pensada. Ambos intolerantes, sin vernos, sin hablar. La lectura inmutable, y solo la lluvia salpicaba el techo de su hogar. Dije entonces “así no leeré más”. Todo se detuvo. Ella cedió y trató de abrazarme, acción que intenté primero media hora antes sin lograrlo pues me dio la espalda. Me negué acusándola de haberme ignorado cuando traté de seguir leyendo. Le dije que ya no era momento que me abrazara pues solo lo hacía cuando ella lo necesitaba no cuando yo lo busqué. En ese momento estábamos de pie, nos sentamos y volvió el silencio. Al rato, dijo que tenía sueño. Inmediatamente me puse de pie, tomé el libro y sin renegar caminé hacia la puerta. No me despedí, pero por dentro sentía un amargo adiós que ninguno pronunció.

Al siguiente día se disculpó por medio de un mensaje a mi celular. Acepté pero seguía recriminándole. Volvimos a discutir. Dejo de mandarme mensajes por mi insistencia y porque según ella, no estaba para esperar tanto mis respuestas, que estaba demorándome demasiado y que eso no le agradaba. Seguí explicándole, no sé porque lo hacía. Era el miedo a verla enojada pues he ahí otra señal divina que sus raíces se remontan a las etnias desaparecidas de las selvas mesoamericanas. Su temple de hierro la convierte en una Diosa del trueno, de la tempestad y la amargura. La Diosa de los volcanes. Explotan con furia y queman. Mi Diosa Maya había reventado.

Entonces me remonté a la mística creencia de los pañuelos y sus maleficios que aún no entendía. Conversé con mi abuela y le comenté sobre el regalo que me había llegado como desgracia en mi cumpleaños. En una llamada telefónica, desde California, mi abuela me volvía a exhortar a que regalar pañuelos trae mala suerte. “Eso no te lo debería de dar”, me dijo en tono preocupante. Preguntó si habíamos peleado, si todo estaba bien. Claro que mentí, y sigo manteniendo esa idea que en esos once días de tormento nada pasó. Mi madre no lo cree pues mis noches las pasé en mi cuarto leyendo, tratando de escribir como desahogo y por último, cuando comenzaba a convencerme del hechizo de los pañuelos, busque en internet algún indicio del dichoso mal a ver si me daba respuestas.

¡Bingo! En un blog mexicano que tiene como título “SORPRENDERAS: 5 regalos que dan buena o mala suerte” encontré una escueta y simple explicación: regalar pañuelos trae peleas y lágrimas a la relación. ¡Mierda, por qué no lo leí antes! Seguí buscando y rebuscando. Unas cuantas páginas lo mencionaban, pero sin que algo pudiese convencerme, sin una verdadera explicación u origen de este mito maldecido, endemoniado que se ensaña con las parejas. Entonces me decidí a contarle a mi Niña Diosa enfurecía. Tuve que ceder, apelar a los sentimientos. Ella confesó que es débil ante estas situaciones, que odia mi frialdad, mi falta de atención y siente mi ausencia en las noches que no nos vimos. Le comenté lo de los pañuelos y le resumí el cuento que mi mamá y mi abuela me rezaron como una profecía cumplida. No quería creerme, quizá porque la costumbre es que yo la convenza con grandes argumentos. Esta vez no tenía más que contarle, ni yo alcanzaba a comprender la validez de esas creencias.

Al siguiente día me pidió más detalles. Volví a explicarle lo que mi abuela piensa respecto a los malditos pañuelos del mal augurio. Ella comenzó a tomarme enserio, sin embargo y con sinceridad aceptó jamás haber escuchado sobre pañuelos que lo maldicen a uno, que le generan problemas y hasta rupturas. Se lo comentó a su mamá y a su tía. Ninguna le dio razones. ¡Qué clase de brujería embarga entonces a estos pañuelos!

Ella preguntó qué haría con ellos. Respondí que los conservaría, o tal vez, para probar su poder maligno, se los regalaría a alguna pareja a ver qué sucede. No dudó en reprocharme que no lo hiciera, “qué tal que terminan”. ¡Ja! Con eso bastó para demostrar su aprobación al supuesto problema de los pañuelos del mal augurio. Después de eso aún seguimos con roces, pero ya todo estaba claro. Los pañuelos eran la causa de tantas desgracias, discusiones y comentarios que mejor no transcribo para conservar un poco de intimidad. Muerto el hechizo o no, el acercamiento se dio y todo lo explicamos con decir que “regalar pañuelos trae mal augurio”.

sábado, 29 de junio de 2013

#OjalaYoFuera


¿Cuántos en este país sueñan con estar en el lugar que muchos de nosotros a lo mejor no valoramos lo suficiente? Estos son sus rostros, estos son sus anhelos y esta es la frase amarga, la única que les da consuelo #OjalaYoFuera

Una producción de Narrativas SV (https://www.facebook.com/pages/Narrativas-SV/398125750259730)

domingo, 9 de junio de 2013

Amor de los 50

Hace dos meses recortaste tu cabello. Digo recortaste aunque lo cierto es que mutilaste el esplendor de tus rayos negros que cobijaban tu espalda hasta el borde de tus curvas. Fue un sábado de abril, mes de verano con olor a cuaresma, con olor a santidad con olor a recuerdos.

Los pocos pelos prendidos a tu cuello aun respiraban después de pasar por entre las tijeras. Ese día coincidimos inesperadamente a la entrada de la escuela, antes de comenzar la jordana sabatina. De haber sabido, el golpe no me hubiese hecho trastabillar, pero como no hubo aviso, no tuve más que correr a comprobar lo que mis ojos veían de lejos.

Tu frente humedecida en sudor denotaba el nerviosismo por saber si habías tomado una buena decisión, y mientras pensaba qué decir para no sonar tosco, miraba los pelitos arrancados de su raíz parpadeando por última vez ante mi presencia. Al fin salí de la atrofia mental en la que me dejó tu nueva figura y solo alcancé a decir “te vez bien, corto pero bien”.

Y es que tu cabello ha sido testigo presencial de los sucesos más emotivos en nuestra historia moderna. Se compara mucho a un historiador que crece extendiéndose en sus narrativas profundas, tan profundas como la oscuridad total del universo, tan oscuro como tu cabello, el que ahora ya no está.

Esas mechas alisadas geométricamente como la exactitud de una escuadra, atesoran las caricias de mis manos. Mis dedos, que tantas veces entablaron conversaciones extensas con tus bellos lienzos, extrañan desde ese día deslizare libremente entre las finas sedas de tus hebras. Echan de menos juguetear con tus puntas cerradas, esas puntas que no conocieron nunca la desdicha de reventarse.

Con sensatez declaro a tus cabellos como la maravilla codiciada por el sexo femenino, pues en lo que va de nuestro tiempo, lo has modelado con estéticas sutiles, parcialmente diferentes, con elegancia y vanidad. Tus cabellos son anclas de la presencia palpable y física de la abstracción de lo divino engendrado en tus hileras.

Me he regocijado por más de cuatro veranos viendo las transformaciones de un fleco a la soltura del degrafilado, a la sencillez del cabello recogido, atado a una cola, sostenido en ganchos, humectado después del baño y alisado mecánicamente con la ayuda de la plancha. A pesar que este último no te hace falta, le da un chispazo de sensualidad a la gema de tu anatomía, que brilla intachable cuando se trata de nuestras citas de mediodía hasta la tarde noche.

Tu cabello sabe contar historias. Las más dulces, y también las hay amargas. Recopilan cuentos viajeros en nuestros pasatiempos de fin de semana, vacaciones y festejos. Visitas al museo, al cine, al parque y hasta el simple hecho de abordar el autobús, solo para ver flotar tu cabellera al compás del viento colado por la ventana. Todas estas historias terminan igual; acomodo tus lienzos, unos sobre las orejas, otros en diagonal con tu frente y los últimos formando una cascada sobre tus hombros.

Pero si me preguntas cómo te ves hoy, diré que estamos en los 50’s. Con ondulaciones, cortes a la altura de las mejillas, estilo hongo, rulos y claros. Así de hermoso luce tu rostro perfectamente simétrico. Has logrado congeniar con el estilo retro, el de las décadas de oro, con la variante que el recato de tus hebras enceguece por ser tan tuyo, tan propio, tan mío, tan nuestro.

Ahora, en tiempos dorados, siento que me enamoro más por la impaciencia de ver crecer las fibras deliciosas que brotan de las raíces de tu cabeza. Mido constantemente su largo, su sedosidad, el brillo que me paraliza, que me anima a siempre acariciarlos, a besarlos con la punta de mis dedos, a frotarlos contra mis labios y contarles más acerca de la vida nuestra. Cánticos y reverencias al cabello más consentido, propiedad de la mujer, mi niña inmaculada, que por gracia de sus encantos roba miradas, suspiros y arranca de mí un diccionario de poemas, liras y rezos a la santidad gloriosa de tan maravillosa princesa acanelada.

sábado, 18 de mayo de 2013

Sueños de un Pentecostés


El rostro de uno de los más de 150 menores que asisten al Comedor Infantil.
Los fines de semana son para muchos el escape de la rutina exhaustiva, del trabajo o los estudios y por tal motivo sería imperdonable hacer lo contrario. Pero para otras personas como Marisol, las tardes de los sábados están destinadas específicamente hacia una sola labor: alimentar a niños y niñas.

Al filo de las 2:00 pm las puertas de la Casa Cultural de la Comunidad Las Palmas son abiertas para un grupo de personas que van con toda la disposición de preparar ricos platillos para alrededor de 150 niños, niñas, jóvenes, ancianas y mujeres con sus bebes en brazos que se abocan a este lugar por la necesidad que pasan en sus casas pues esta comunidad es una de tantas comunidades marginales en el área metropolitana de San Salvador.

Aquella tarde no era la excepción y el menú a degustar sería picado de carne con verduras acompañado de arroz blanco, dos panes franceses y refresco de jamaica. El personal que se necesita para que el alimento sea una obra de arte culinaria está liderado por Marisol, una señora con tono de voz serio, robusta y  expresión serena en su rostro. Casi siempre se hace acompañar de Randy, su hijo, quien es el administrador de este proyecto comunitario que se conoce con el nombre de “Comedor Infantil de la Comunidad Las Palmas” o “el Comedor” a secas, como los niños lo nombran cuando hablen de él.

Las labores de preparación comienzan pronto y para realizarlas Marisol no está sola pues dentro de este equipo de mujeres cocineras también está Ana Miriam, María Isabel y Roxana, una de las más jóvenes y quizá esta sea la justificación más sencilla para explicar su inagotable sentido del humor, jovialidad y carisma con el que abarca toda el área de la cocina a la vez que hace menos tediosa y tolerante el arduo trabajo de cocción del alimento.

Este equipo se complementa con el apoyo que reciben cada sábado de los integrantes de los diferentes grupos de la Iglesia La Sagrada Familia, parroquia que se encuentra dentro de la comunidad. También cuentan con la ayuda voluntaria del equipo de Catequesis y los jóvenes que lo integran.

Marisol (al frente a la izquierda) y Roxana (atrás) preparan el menú del día.
Son casi las 3:15, la cocina está a todo vapor, los voluntarios de esta jornada lavan los platos y vasos donde se sirve el alimento mientras otros barren, limpian y colocan las 13 mesas rojas y otras 9 mesas más pequeñas para los niños con sus respectivas sillas de madera del mismo tamaño.

El reloj avanza y todo esta impecable, en orden y a tiempo para cuando sea el momento de la repartición de la comida. Aprovecho esta pequeña brecha de descanso para platicar con Marisol. Ella, según me relató, es voluntaria desde hace un poco más de dos años y sintió el llamado al servicio al ver que el proyecto no contaba con personal permanente para la preparación de los alimentos y vio la posibilidad de poner a disposición sus habilidades en la cocina y así colaborar cada fin de semana.

- Uno lo que viene a hacer lo hace de corazón no de mala gana - es lo que respondió cuando pregunté sobre lo que significa para ella dar de su tiempo al servicio de otros y a su vez dice sentirse “agradada” al ver que los niños se van contentos después de haber recibido ese poquito de esperanza servida en un plato caliente. – Espero que se motiven a colaborar para que el comedor no desaparezca – dijo en respuesta a la necesidad de fondos, víveres y voluntarios que ayuden a mantener esta obra que, como ya antes me había contado su hijo y administrador Randy Ortiz, todo es un sueño que nació en la imaginación del Padre Dean Brackley, un sacerdote jesuita que falleció hace unos meses atrás.

Randy, al igual que el equipo de catequesis el cual también preside, se siente comprometido con esta obra de amor que llega a los niños y niñas más necesitados de esta comunidad y sobre todo anhela que el Comedor prospere pasando de un funcionamiento únicamente sabatino a brindar un servicio todos los días de la semana.

La inauguración oficial del proyecto fue un día 30 de mayo del 2009, era sábado pero no un sábado cualquiera pues la iglesia católica celebraba “Pentecostés” conmemorativo a la venida del Espíritu Santo. Pero sus raíces se remontan meses atrás cuando se alimentaba únicamente a los niños y niñas que asistían a las clases de Catequesis que se imparten en las instalaciones del Centro Escolar Republica de Canadá, la escuela local de Las Palmas. Lidia Rivera, una de las catequistas de ese entonces, menciona que antes de convertirse en un Comedor Infantil como tal nada más se entregaban “refrigerios fuertes” con el objetivo de alimentar sanamente a los niños que asistían a catequesis y pensando también en su nutrición pues la mayoría son de escasos recursos económicos y lo poco que llegan a consumir en sus hogares no alcanza a sustentar sus necesidades. Con el tiempo la idea fue tomando fuerza y se comenzó con la adquisición de platos, vasos, una cocina y utensilios necesarios para la preparación del alimento. Esto se logró gracias a la intervención del Padre German Rosa, párroco de la Iglesia La Sagrada Familia, quien recaudó bonos de gente altruista y también gracias a la ayuda que se obtuvo de un colegio en los Estados Unidos. Así comenzó a palpitar este sueño que ahora está por cumplir tres años consecutivos (actualmente cuatro) entregando platos de comida, dibujando esa tierna sonrisa en los rostros desprotegidos de cientos de niños que no reciben solamente alimento sino ese cariño que en sus hogares talvez no existe. Todos son atendidos con respeto, con amabilidad y al final salen satisfechos, felices y con el entusiasmo de volver ya que, como todos los colaboradores manifiestan: - ellos se te acercan y te dicen que habrá el próximo sábado cuando apenas es lunes -.

Los primeros en llegar para recibir sus alimentos.
Afuera de la Casa Cultural ya se escucha el murmullo de vocecitas impacientes y algunos que tocan el portón reclamando el ingreso pero aun no es tiempo. Son las 4:50, momento en el cual todos se reúnen para hacer la oración hacia nuestro creador y pedir por los alimentos que los niños están por tomar. Reunidos en el patio cerca de los lavaderos formamos un círculo y uno de los voluntarios pide que alguien dirija la oración e inmediatamente un señor se ofrece, aunque al momento en que pronuncia la primera palabra, otra señora con una voz más potente lo hace desencadenando una letanía de peticiones que emanaban de los corazones de todos los ahí reunidos. Era difícil entenderles a todos y preferí observarlos y guardar silencio hasta que comenzó el “Padre Nuestro”. Concluido el acto de bendición y agradecimiento, todos toman posiciones: las señoras  cocineras comienzan a servir la comida en los platos, otra lo hace sirviendo el refresco, algunos jóvenes toman las bandejas donde van colocando los platos y las bebidas, dos más toman un jabón líquido y una toalla para que los que ingresen pasen primero a lavar sus manos y luego a buscar su asiento.

A las 5:00 pm todos se abocan a la entrada de la Casa Cultural para tomar su alimento.
Randy se ubica en la entrada y de cinco en cinco, comenzando con los más pequeños, hacen el ingreso al lugar y esperan un momento hasta que todos hayan entrado para hacer la oración por los alimentos, cosa que no es fácil pues como se imaginarán, tratar de hacer silencio en medio de un mar de infantes es cuestión de mucha paciencia. De la oración apenas recuerdo el inicio, “Señor Jesús…” quizá porque estoy más pendiente del ajetreo en la cocina. En cuestión de minutos las bandejas cargadas de platos que a su paso enamoran con su olor van quedando vacías al mismo tiempo que se va completando la primera sección donde se ubican la mayoría de los niños pues la Casa Cultural cuenta con un patio trasero donde la gente espera por su alimento. Cuando todos lo han recibido ya está un equipo listo esperando los trastos ocupados por los niños aunque, nunca faltan aquellos que con humildad y pena preguntan si aún queda un plato disponible para saciar su hambre.

Es irónico que un trabajo de un poco más de dos horas sea devorado en media hora aproximadamente pero para todos los voluntarios eso es lo de menos ya que se sienten complacidos por haber entregado alegría en ese plato que sirvieron y que rara vez queda alguna sobra.

Los que van terminando se disponen a salir sin embargo, algunos tratan de escabullirse y pasar hacia el patio pues ahí hay juegos y a veces una pelota con la que se divierten ignorando las peticiones de los voluntarios para que se retiren. Por fin lo hacen y, tal como al inicio, el trabajo vuelve a empezar limpiando, barriendo, ordenando mesas y sillas, lavando el ejército de trastos que sobran de lo que fue el picado de carne con verduras.

Los jóvenes de CreEs (Crecimiento espiritual) se encargan de la logística y la limpieza luego de cada actividad.
El movimiento es constante y no termina hasta que todo vuelva a quedar tal como lo encontraron pero, también tienen su recompensa, porque al finalizar con la rutinaria limpieza los jóvenes y  voluntarios alcanzan a probar, (y digo alcanzan porque no es así siempre) lo que queda de la preparación del día. Justo premio por semejante labor.

Ese es un día sábado para estas personas que dejan el ocio, los compromisos y el quehacer en sus hogares para dar de su tiempo a los más necesitados. Sin embargo, los protagonistas de este relato no son Marisol, Randy, Ana Miriam y los demás jóvenes que colaboran para echar a andar el proyecto sino que el autor principal de este sueño que vio luz por vez primera en Pentecostés son los niños y niñas de la comunidad, esos que van en busca de lo que nadie les ofrece, que esperan una semana impacientes por saber que les aguarda en ese plato preparado con amor. Ellos son los artífices de esta obra que hace casi tres años (ahora cuatro) se abrió para todos y todas y que espera seguir creciendo por voluntad de Dios y de aquellos que se sientan llamados a servir pues como dice el emblema de este Comedor Infantil, sus voluntarios seguirán <<Alimentando con amor solidario a los niños y niñas de la Comunidad Las Palmas>> mientras el sueño no muera y la voluntad de dar exista.

Jóvenes de CreEs dirigiendo la oración por los alimentos.
Yesenia, una joven voluntaria alimenta a una de las niñas más pequeñas que asisten al Comedor.


jueves, 9 de mayo de 2013

La Magdalena


Ahora me avergüenzo de mi forma de rezar. Todas las mañanas, luego de tomar mis llaves, el teléfono, mi mochila y asegurar las puertas de mi hogar, converso con Dios Padre abriendo mis manos, cerrando intermitentemente mis ojos que se clavan en el cielo y todo antes de despedirme del vacío que dejo tras la entrada principal.

Un minuto, no más. El tiempo siempre se reduce a una mísera fracción pues, mientras saco mi lista de peticiones, pienso en las clases, las tareas pendientes, la cena de anoche, los desechos del perro y cualquier mal que me distrae inquietándome. Por fin termino la micro letanía sin esperar la respuesta divina. Es como si el Dios que profeso fuese el operador telefónico de la comida rápida y yo el cliente que ordena exigiendo con orgullo inherente.

Allá va mi alma despavorida tiritando por el mal de cada día, esa sensación que nos inyectan a diario acerca de la muerte a mano armada o a manos de alguna jaula de metal y su nómada en el volante. Aunque no quiera, dejo mi integridad en la fortuna o desacierto de uno de ellos. Abordo la jaula con menos de diez minutos antes de la hora de mi primera clase. Sigo resintiendo el dolor en mi pie derecho, pero el arranque me arrastra hasta los asientos de atrás.

Ahí caigo como un clavo empujado por el azar. Junto a la ventana hay una mujer que parece dormida. Me siento tratando de acomodar mis piernas que son demasiado largas para el espacio entre los asientos. Hasta ese momento el viaje no vale la pena ni recordarlo, sin embargo bastó con verle sus manos que aprisionaban un rosario de color café quemado para despertar de golpe.

La mujer que creí dormida realmente rezaba. Sus ojos sumergidos en la oscuridad debajo de sus párpados develaban la devoción de cada Ave María. Su cuerpo ligero simplemente flotaba con el movimiento del armatoste. No se inmutaba ni respondía al ruido exterior. Ella solo rezaba, aprisionaba su camándula y rezaba.

El resplandor del sol entraba por la ventana y cubría su blusa verde con el calor atenuado de las 8:25. A mitad de mi ruta abrió los ojos, quizá porque sintió el roce de mi pierna en una de las curvas. Ahí aprecié toda su belleza natural. Su rostro iba acompañado de un maquille vistoso pero no excesivo. En sus piernas cargaba una cartera de cuero lustrado negra, una bolsa de tela del mismo color y una botella con agua con menos de la mitad. Volvió a concentrarse, tomó una de las bolitas de madera y la presionó entre su dedo índice y el medio.

El bus se detuvo en una de sus paradas. Observé la simpleza de su peinado recogido en una cola. Su pelo teñido brillaba con nitidez. Era una mujer muy cuidada. A lo mejor treintañera, soltera pero trabajadora. De esas pocas mujeres que inspiran decencia, que ilusionan a un hombre, que enorgullece a su madre, un ejemplo de fémina virtuosa.

Más adelante, cuando ella bajó del bus y tomó su camino, la llamé Magdalena. La Magdalena, virgen joven, iluminada de forma natural; así era La Magdalena que iba a mi lado. Rezaba por sus aflicciones, imploraba por su familia, buscaba el perdón en cada Padre Nuestro y suprimía de su rezo el bienestar propio. No sé cómo es que lo sé, pero estoy seguro que eso era lo que su silencio decía en conversación íntima con el Dios de los penitentes.

La Magdalena ha acabado sus plegarias. Deja de presionar su camándula y la guarda en su cartera de cuero lustrado. Deja ver el iris de sus ojos y de paso veo sus manos blancas y en la punta sus uñas color ocre. Sigo observando sus dedos delicados adornados nada más con el tinte artificial. Recoge de sus piernas ambas bolsas, una de ellas, la de tela, parece un poco pesada. Se prepara para salir.

Minutos antes de despedir con la mirada a La Magdalena, quito mi vista de su hermosa escultura femenina. Comienzo a recordar que en mi casa guardo tres camándulas. Dos de ellas las compré en las afueras de la Ceiba de Guadalupe y la otra me la dieron mis tíos el día que hice mi confirma. Ellos eran mis padrinos. Voy más lejos en mi memoria y apenas logro traer al presente la última vez que tomé el rosario y recé. Fue en bachillerato, en clase de orientación cristiana.

La Magdalena se levanta con dificultad pues carga con demasiado. De espaldas a mí y frente a la puerta de salida la veo con su blusa verde y su pantalón negro ajustado a sus piernas. De pie su presencia es más notable, su cuerpo macizo sería el orgullo de cualquier conquistador. Por fin oigo su voz. Es dulce, melódica como la de cualquier joven con apariencia de treinta. Saluda a una señora al costado opuesto del asiento donde me acompañó no más de diez minutos. El bus se detiene y ella se baja despidiéndose de la señora y la pierdo de vista.

Olvido por un momento seguirla con la mirada en su ruta laboral. Prefiero meditar el tiempo que duró su presencia y pensar qué haré ahora que ya no está a mi lado. La Magdalena, divina mujer virgen para mis ojos, se ha ganado mi aprecio, un sincero respeto y añoranza de coincidir una vez más para que me enseñe cómo rezar en medio de la hostilidad, cómo meditar frente a los problemas y al mismo tiempo ignorar que una persona te observe mientras dejas tu intimidad en la fe religiosa.

lunes, 6 de mayo de 2013

Escuálido

A finales de abril se dejó venir. Así se pintó el tapiz de nuestras cienes como un velo de ancho grosor que bañaba los arriates y arrabales. La bendita madre ciencia falló en sus augurios. Todo ha comenzado nuevamente. Nos abraza el sol; nos alimenta el agua.

Aquí en el inframundo se respiran moscas y se tragan zancudos. La naturaleza se ensaña con los mil veces castigados. Pero quién es la naturaleza. La naturaleza no es la sencillez de las cosas hoy en día. Tampoco es natural el mandante y el peón, la patrona y la sirvienta, el empresario y el obrero. La naturaleza es todo sin degradación.

Lo natural es puro en esencia, no se pudre solo madura y vuelve a florecer. Pero qué tiene de puro explotar nuestra tierra, quemar nuestro aire y curtir nuestras aguas. Qué tendrá de puro matar de hambre al pobre y engordar de promesas al ignorante. ¿Esa es la naturaleza primitiva de la cual todo comenzó?

Mi trozo de país camina a ser el desierto de Centroamérica. El agujero negro, el botadero regional, un simple terreno marchito. Ya nada es tan puro como antes. Alimentamos al desnutrido con la cosecha del valle de Zapotitán, una cosecha que crece con las aguas metalizadas en plomo, arsénico y zinc.

En los tugurios más inhóspitos el estudiante bebe agua de pozos atestados de eses por las fosas de las casas de cartón. Y si no beben de un pozo se engullen el agua potabilizada con los metales pesados y fertilizantes del rio Lempa. El mal no se ve, no se siente pero lo conocemos y lo dejamos pasar.

Aquí en los arrabales compramos del mercado nuestras verduras, aquellas del valle de Zapotitán, el queso de contrabando y las gallinas secas que se atragantan con sus excrementos y el concentrado. El que puede va al Super en los días de oferta. Compra la carne, los chorizos, el jamón o la mortadela. El pollo inyectado con hormonas, las frutas manipuladas genéticamente y todos los productos enlatados rellenos de experimentos, y nosotros el chivo expiatorio.

Los de saco y corbata, los que nunca andan a pie sino solo en campaña electoral, se nutren del producto importado de los restaurantes que colonizaron los suburbios más elegantes. Se comen el mundo. Sí, el mundo entero. El churrasco traído de argentina, la pasta italiana, el sushi asiático, el arroz cantonés chino, etc, etc. Se comen las manos de muchas personas, el sudor de los peones de otros países, la riqueza de naciones que al igual que nosotros, están siendo minadas por corporaciones foráneas o por sus gobernantes.

Las quebradas pestilentes ven pasar la primera correntada. Ahí van los zancudos de la fiebre amarilla, el dengue. Hasta las desembocaduras bajan los desperdicios de los arrabales, las llantas de las fábricas, el plástico de las empresas, los electrodomésticos de las industrias. Ahí va toda la basura de nuestro consumo enfermizo. Solo es basura dice el inconsciente, cuando la verdad es que esa basura podría ser nueva vida.

El agua arrecia en la tarde noche. La carretera recién remodelada la estrenaron con un múltiple accidente de película. Como en la mayor parte de los casos, un autobús. Esas chatarras que casi llegan al nivel de carretas son las que tiñen el aire del gas mortífero para la flora, la fauna y nuestros pulmones. A la par de estos monstros de latón están las fábricas que vomitan al aire sus contaminantes.

Mientras llueve las familias de los arrabales cercanos a las quebradas pestilentes no despegan el ojo del caudal. En cualquier momento rebalsa y puede llevarse sus casas de cartón hasta las desembocaduras para hacer más abultada la colección de desechos. La gente le echa la culpa al suelo, pero el suelo solo reciente el peso de la densa población, de las construcciones improvisadas y la erosión inducida por nuestra propia cuenta.

Y cuando las tragedias pasan, el luto llega a estas familias. La prensa habla de fatalidad, de desastre y por poco del Armagedón. Pero olvidan que si estas familias son vecinas de los barrancos es porque en el país hay más proyectos urbanizadores de clase alta que proyectos para gente que vive con plásticos y pilares de madera. Hay más construcciones en centros comerciales que rapan los espacios verdes y se deja de lado la necesidad de una vivienda digna para los marginados.

Al día siguiente el sol nos vuelve a freír en seco. La madre ciencia pronostica el inicio del invierno para mediados de mayo, pero la reina dominante aparecerá antes de lo previsto. El calor nos sofoca, nos asfixia y nos provoca ceguera al ver reflejar la luz en el vidrio de los autos y en el pavimento que parece ondear como una bandera en su asta.

Ya estamos en mayo. El jueves la lluvia arreció con el poder de los rayos y el domingo nos cobijó en las horas de sueño regalándonos una velada fresca. Esa expresión fluida es la naturaleza. Implacable, impredecible y espontánea. El sistema más perfecto, mucho más que la estafa del sistema financiero, la política o la ciencia. Esa sincronía está en peligro gracias al vandalismo de nuestras ambiciones.


Nuestra reina madre del sustento ha cambiado por la búsqueda de nuestro “progreso”, las nuevas tecnologías y el sistema capital avaro y mercantilista. Este trozo de país es un grano de arena en este planeta explotado, sin embargo este espacio es el único bien que poseemos desde que venimos a este mundo. No hay reemplazo, no hay donde ir. Mientras el mundo no tenga equilibrio, nuestro futuro de “desarrollo” no será más que el camino hacia la pudrición y no hacia la madurez y el nuevo florecer.

martes, 19 de febrero de 2013

No, no basta rezar



“No, no, no basta rezar 
hacen falta muchas cosas 
para conseguir la paz, 
no, no, no basta rezar 
hacen falta muchas cosas 
para conseguir la paz”


En un mediodía caluroso de sábado, estaba frente al monitor de mi computadora cuando mi abuela, como si se tratase de una injuria, me dijo que le bajara el volumen a una canción de Los Guaraguao que se escuchaba atenuada. –Bajale que a los mareros no les gusta esa música. -, -va que es de la guerrilla – dijo mi abuela a regañadientes. Mi sorpresa fue tanta que no sabía que decir. Estuve en silencio unos segundos y solo logré decirle “ya no estamos en guerra”.

Y es que una cosa no tiene que ver con la otra, ¿o sí? La paz firmada en el 92 le dio paso a la transformación de las instituciones de gobierno. Nacieron nuevas y se desintegraron otras. Las FAES se depuraron, el espectro político dio la bienvenida a la primera guerrilla en el mundo que se convirtió en partido político (FMLN), la democracia se echó a andar y el sistema de “libertades” quedó bajo la cautela de organismos estatales y acuerdos internacionales.

El andamiaje neoliberal hizo del país uno más de sus enclaves, la inversión extranjera llegaba más seguido y el libre mercado daba credibilidad temporal al supuesto de Cristiani sobre “la teoría del rebalse” (de todos conocida que por muy estupenda que sonaba, la copa de arriba no tenía fondo y las de abajo se llenan a cuenta gotas). Así nos alejábamos de las balas para encaminarnos a la bendita paz que tanto anhelamos. Y ahora, ¿dónde está?


“Y rezan de buena fe 
y rezan de corazón 
pero también reza el piloto 
cuando monta en el avión 
para ir a bombardear 
a los niños de Vietnam, 
para ir a bombardear 
a los niños de Vietnam” 


Acabó la “guerra fría”, el fin de la historia para algunos teóricos, pero para mí, es el inicio de una etapa unipolar construida desde el siglo anterior. Desapareció el oso gigante del este y con él la utopía del comunismo, Marxismo, Leninismo, Estalinismo y toda corriente que se le parezca. Ahora, en nuestra era, los que marcan el paso de una alternativa al universo unipolar se hacen llamar castristas o chavistas, social- demócratas, socialistas del siglo XXI y su conjunto que defienden un gobierno social mientras rechazan firmemente los oligopolios y el dominio privado. Claro está, no son los únicos, pero sí los más relevantes en nuestras tierras latinoamericanas.

Los llevo a navegar un poco por la historia para reflexionar sobre nuestra posición como país en base a nuestra experiencia de salvadoreños, o salvachucos, a mi léxico propio. La guerra civil entre 1980 y 1992 fue la expresión del descontento social de un país explotado por el puño de los terratenientes, aminorado por el abuso de los regímenes militares y, finalmente, saqueado gracias a las oligarquías y élites simpatizantes del capital en la época contemporánea.

Bajo este contexto se desplazan muchos de los cambios en nuestra tierra de barro y café. La guerra de las extremas, de los dos mundos separados por la desigualdad en riqueza, continúa a pesar de las reivindicaciones sociales de los últimos años. Es, como dicen muchos periodistas y hasta empresarios, “darnos atol con el dedo”. La deuda con el pueblo es grande en términos superlativos. No solo implica el desequilibrio económico, la impunidad de las leyes, el desarrollo en la educación y servicios estatales. El problema también es con el estigma, el pasado que decidieron dejar en el olvido, los que nunca fueron reconciliados y ahora viven con el miedo y el odio de ayer.


“Cuando el pueblo se levante 
y que todo haga cambiar 
ustedes dirán conmigo 
no bastaba con rezar, 
ustedes dirán conmigo 
no bastaba con rezar” 


Creo firmemente en la voluntad del pueblo, creo en el poder de la voz, el poder de la denuncia y de la organización. Hemos demostrado saber batallar contra el sistema, hemos visto mártires que marcan con su sangre el camino de la verdad, pero no hace falta otra guerra para volver a pelear por lo que es nuestro. No hace falta ver más héroes anónimos o mártires para alzar nuestras cabezas y exigir justicia imparcial.

Lastimosamente, a nuestros ciudadanos nadie los reconcilió en paz, nadie pactó un acuerdo social, nadie garantizó la reparación de los daños causados por aquel conflicto de clases, nadie priorizó en la generación futura, la de postguerra, la que hoy sigue creciendo con el germen que no pudo ser combatido a tiempo. Ese germen venenoso es el de la violencia. La violencia en todas sus expresiones, desde el núcleo familiar o más bien desintegrado, hasta en las partidocracias que se difaman y amenazan en el Salón Azul.

El germen masivo de la violencia nos mantiene distanciados como un imán soberbio, y al mismo tiempo nos ahuyenta por el miedo represivo a ser víctimas de él. De ahí nacen los estigmas hacia el proletariado, aquellos que viven a las puertas de barrancas, de arrabales, quebradas y líneas férreas, o aquellos que yacen en el olvido entre fincas y cafetales. Este pueblo, que es la mayoría, una mayoría pobre, es el que sufre el efecto secundario de las heridas del conflicto armado, ahora transformado en un conflicto social.


“En el mundo no habrá paz 
mientras haya explotación 
del hombre por el hombre 
y exista desigualdad, 
del hombre por el hombre 
y exista desigualdad” 


La década de los noventa vio nacer una nueva forma de violencia y también una nueva forma de explotación. La burocracia de entonces (los viejos ricos de hoy) dijeron “este es el progreso” alzando su mano derecha y puño cerrado, mientras que con la izquierda entregaban nuestros bancos, nuestra energía, nuestra agua, ríos y montañas. Entregaron las riendas de nuestros recursos naturales, nuestra tierra y sustento. Mientras ellos defendían la afamada libertad como única opción de paz, el pobre excombatiente comía plomo de sus balas rezagadas. El guerrillero mordía su bandera roja en señal de descontento y arriba las partidocracias comenzaban a engordar sus bolsas.

Inventaron una “Ley de Amnistía” para librarse del mal, los fueros, los beneficios de ser un “padre de la patria”. Crearon un fantástico sistema de impunidad del cual todos aprendimos. El país atendió a la frase “perdón y olvido” como abejas sosegadas por la luz de un candil. Nos vendieron el desarrollo, modelos de otros países y hasta el “dólar” como el santo grial para nuestra desdicha. Los tentáculos de la élite funcionaban a la perfección. El aparato ideológico hacía su parte: menos cultura y más progreso, menos preguntas y más progreso, menos información y más progreso.

El velo de la ignorancia que cargamos los salvachucos es tan longevo como nuestras raíces. La educación, para la élite, es peligrosa. Nos privaron de leer, de aprender a aprender, de investigar, de conocer nuestra cultura e incluso la eliminaron para que no nos interesara otra cosa más que el progreso, el sueño americano, las urbes europeas, los malls, el mercado, las ofertas y las marcas. Nos arrinconaron en un pequeño mundo plástico, mientras su discurso proclamaba el libre albedrío.

Su sistema gobernante, la apatía para resolver los conflictos de la postguerra, la pobreza, el analfabetismo y el sometimiento para no conocer la verdad fueron la cuna para los inmigrantes repatriados, aquellos que corrieron de las balas, pero que se enfrentaron a la pesadilla del norte. Sus cuerpos regresaron tatuados, sus mentes corrompidas y sus sueños truncados. Volvieron al valle de las hamacas para reproducir lo que el imperio norteamericano les enseñó en sus calles. Aprovecharon las rajaduras de nuestro pueblo para reclutar a los hijos de la guerra, agrupar a los huérfanos y enfrentarnos a otro tipo de guerra, la de las pandillas.


“Nada se puede lograr 
si no hay revolución 
reza el rico, reza el amo 
y te maltratan al peón, 
reza el rico, reza el amo 
y te maltratan al peón” 


Cuando mi abuela me reclamó quitar esta canción, realmente hizo alusión a dos cosas que resultan venir del mismo vientre. Su experiencia con la guerra demuestra ser tan similar a la experiencia de la violencia que hoy se vive en cualquier rincón de este pulgarcito. No fue una simple confusión sino una relación directa con la violencia de antes y la que hoy cobra miles de vidas por año. Es alarmante pensar en que nuestra sociedad de postguerra vive como si el conflicto jamás hubiese terminado, ¿o es que aún persiste? La evidencia parece decir que sí.

Veintiún años después de acordar el cese al fuego, las balas siguen desangrando a los hijos y nietos de la guerra. Muchos, al igual que yo, intentamos entender las tres décadas pasadas, hacemos conjeturas, buscamos la verdad en las pocas fuentes que se encargaron de atar cabos y denunciar los crímenes de lesa humanidad. Muchos, como yo, aún se preguntan si la paz se firmó con tinta o con sangre, si se cerraron todas las heridas o aún existen verdades a medias o mentiras completas. Lo cierto es que mi generación está obligada a remontarse a sus raíces, a conocer la verdad, a hacer justicia, anunciar, denunciar y no esperar a que los mismos de siempre nos digan cual es la versión completa. Nuestro compromiso es reparar y nunca olvidar, actuar y no simplemente rezar.