Habiendo tanto de que
hablar para un día como hoy en nuestro Valle
de las hamacas y Burdel de los
políticos, mejor me inclino a dejarme llevar por la brújula de mis ojos y
lo que ellos logran capturar en mi regreso a casa. Mis ideas eran escasas desde
que comenzó esta semana, a pesar que han estado ocurriendo sucesos que bien valdrían
la pena traerlos al lenguaje escrito. Sin embargo, no siempre las ideas grandes
triunfan cuando los sentidos se posan en pequeñeces cotidianas y poco
llamativas.
El golpe motivacional
que necesitaba me vino al abordar el autobús en las afueras de la universidad a
la que asisto. Faltaba mas de media hora para que el reloj marcara el mediodía,
el ambiente cálido no era tan agobiante, hasta parecía amistoso. La falta de
espacios libres me hizo quedarme de pie a la mitad de la caja de metal en la
que me transportaba. De ahí no me moví hasta llegar a mi destino pues habían
encontrado lo que buscaba.
Dos asientos era la
distancia que separaba mis ojos de los de una joven de cabello teñido en color
rojo vino que vestía una blusa a cuadros azul con gris. En el estéreo ruidoso
del autobús sonaba un mix bachatero de un grupo que ya no es más, salvo sus
canciones que definen un beso en tres palabras muy abstractas e insinuantes. La
joven perdió su mirada en el vidrio de la ventana dejando ver cuatro grandes
botones bajo un discreto escote de cuello pronunciado tipo uve. Sus manos, adornadas con una pulsera de espiral azul, se
estrechaban juntándose y aprisionando suavemente el vientre como en actitud de
meditación.
Sus ojos no se
inmutaban, seguía como en trance, como si recordara momentos lejanos o quizá
próximos. Su rostro trigueño expresaba aflicción, nostalgia y fragilidad.
Talvez sea por la limpieza de su cutis que no mostraba maquillaje, excepto en
los contornos de los ojos, pero aun así su semblante lucía natural y
conmovedor. Me envicié tanto en la imagen de aquella joven que dejé de seguir
el ritmo de la percusión de las canciones que llenaban el espacio metálico y
tambaleante con vibraciones hipersensibles.
La analicé tanto como
pude. Su uñas pulcras y sin tinte, cabello atrapado en una cola azul negro poco
distinguible y unas cejas tenues sin rastros de depilación. Me preguntaba en
mis adentros qué era lo que recordaba o sentía. Acaso la música le trajo a la
memoria recuerdos nada acogedores, será que simplemente se recostó sobre la
ventana para desear llegar a alguna parte, pensaba en alguien o en
absolutamente nada. Qué pasaba por su conciencia en esos largos minutos que la
observé al compás de pequeñas interrupciones. Anhelaba descifrar el misterio que
la envolvía y que ella leyera mis constantes inspecciones por aquello de los
malos entendidos.
A pocas cuadras para
que yo bajase del autobús sonrió varias veces. Una de ellas lo hizo como si su
mente hubiese llegado a alguna nota curiosa, pero las siguientes ocasiones
fueron en mi dirección. No me daba temor que descubriera mis intenciones de
convertir la experiencia de verla en palabras vivas, aunque sí sentía pena de
que se diera cuenta y lo tomara como un gesto gratificante y luego se molestara
o se tornara en una competencia de miradas coquetas.
Por una parte no sería
tan malo, no obstante, mis ojos guardan fidelidad a otro par de ojos que
penetran hasta lo más profundo de mí. Por tal motivo prescindía de verla cuando
volteaba hacía donde yo me encontraba. En un par de ocasiones logró apuntar su
vista para colgarla sobre la mía lo cual me acobardó. No fui lo suficientemente
valiente para dejarle ir una sonrisa pues no vaya ser que diera un paso en
falso y terminara en otra cosa. La verdad yo nada más tenía la curiosidad de
saber por qué de esa expresión inmortalizada como la de una escultura de mármol.
Si la oportunidad
hubiese llegado, le habría confesado el propósito de mi diagnostico visual. De
seguro no creería que todo era por simple instinto poético de escritor que
busca historias en cualquier sitio, en cualquier rostro, donde sea y a la hora
en que se le despierte el ánimo inspirador. Sería más interesante haberle dicho
que pasaría a ser una de mis anécdotas gráficas y que estaría ilustrada en un
pequeño escrito de un Don nadie que
se dedica a nada por nada.
En fin, el bús arribó a la parada en la cual debía detenerse. Bajé sin la respuesta a la gran interrogante que me acompañó en los quince minutos de demora hasta ahí. Ella siguió su camino hacia no sé donde sin tener ni siquiera una mínima idea que luego estaría hablando de su cara congelada, emotiva y acongojada que reposó en el panel de la ventana apuntando al vacío y depositando en mí un glosario de preguntas, una maraña de intrigas que luego formarían una historia sin importancia, sin trascendencia, tal como la vida y obra de un escritor profeta de tierras ajenas.
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