En la edición 215 de Séptimo Sentido, Carlos Chávez nos conduce en la ruta del último tren que funciona en nuestro país y recorre las apiñadas vías entre champas y recuerdos de sus dos y únicos maquinistas. Esta fue, más que una crónica, un cuento tan creíble como fantástico en donde las antiguas vías son el hilo conductor de la memoria de muchos lectores quienes, al pasar su vista sobre el relato, trajeron a sus cabezas el recuerdo latente de aquellos años cuando los rieles rechinaban y el silbato era el llamado para abordar un viaje de cafetales, montañas y puentes aéreos.
Link de acceso a la crónica - Séptimo Sentido - La Prensa Grafica
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Su historia recorre más
kilómetros que los últimos 13 que aún se deslizan desde San Salvador hasta
Apopa. Durmió por muchos años encerrado en un sarcófago emulando a los faraones
milenarios del antiguo Egipto, con la diferencia que sus rieles volvieron a la
vida milagrosamente cuando parecían destinados a la corrosión, al olvido o al
reciclaje.
La crónica de Carlos
Chávez trae envuelta toda una tradición ferroviaria que mas parece un cuento
fantástico de los años dorados de estas maquinas las cuales sustituyeron el
carbón por el diesel. Lo que hace de este relato una buena propuesta literaria
es su recorrido entre comunidades marginales refundidas en el hoyo maldito de
la pobreza, esa que acompaña a los salvadoreños desde antes que estos gusanos
de hierro aparecieran en 1882.
La postmodernidad nos
cargó de avances que facilitaron la movilización de bienes materiales y agilizó
el transporte de pasajeros pasando de carretas haladas por bueyes a autobuses
conducidos por irresponsables (mejor conocidos como conductores temerarios). Podría jurar que los bueyes sabían muy
bien lo que hacían pues jamás he escuchado que uno de ellos fuera a excesiva velocidad
arrojando a sus pasajeros al abismo o colisionando de frente con otro de su
misma especie. Bueno, talvez las comparaciones no caben, pero los resultados
son claros: los bueyes pasan el alcotest y
las demás bestias sin licencia huyen luego de destripar, arrastrar y estrellar
en el pavimento a unos cuantos prójimos.
Sin embargo, como lo
cuentan los dos maquinistas de la locomotora, Carlos Villeda y Rafael Aguilar,
los accidentes son escasos desde que se reactivó la pequeña línea superviviente
a la demografía urbana que crece como pasto verde en época primaveral. No
obstante, los percances son un peligro continuo debido a que las champas se
cierran tanto sobre las líneas férreas que es cuestión de pulso y fortuna para
no arrasar con toda esa hojalatería.
Este par de hombres
antes mencionados son tan únicos en nuestra tierra del café marchito que no cabe duda ponerlos en la lista de conductores
ferrocarrileros donde únicamente se leen sus nombres. Y así como es de escaso
su oficio de capitanes sobre rieles, también lo es acumular pasajeros en sus
cuatro vagones con capacidad para casi un centenar de personas. Aparte de
vieja, la triste locomotora resucitada no causa más que lástima, ruido e
incomodidad para los vecinos de las líneas tatuadas en el tierrero mundano de Cuscatlán.
A todo esto me surge el
deseo de abordarla por primera vez antes que la vuelvan a tirar junto con las
demás que quizá nunca regresarán a la alineación que ocupaban antes. Por otro
lado, imagino como sería nuestra capital si en lugar de carreteras de asfalto, cráteres
y cárcavas que parecen entradas al infierno tuviéramos paralelos con rutas
iguales a las que hacen los del transporte colectivo. No más emisiones de gases
contaminantes, ni peleas entre quién llegará primero a la parada o quién
evadirá con las puertas cerradas a los de Transito y así salvarse de una 57.14.
Un verdadero mundo
utópico y una masacre para los empresarios magnates
en negocios, sobre todo con el gobierno quien los mantiene por “pura
misericordia”. Sería mucho pedir el querer ver desfilar a estas joyas
históricas, longevas pero más seguras que los microbuses de estéreo estruendoso
en los que hoy viajamos. Y a todo esto, no nos olvidemos de la fabulosa idea de
nuestro célebre alcalde quien propuso el proyecto del Metrobus como opción
perfecta para mandar al carajo a los humildes vendedores que no tenían mejor
oficina que las aceras y calles del Centro Histórico.
Mejor hay que
conformarnos con imaginarlo en sus largos trayectos desde el Puerto de Acajutla
hasta el de La Libertad, de Sonsonate a la capital y de ahí a cualquier otro
destino del interior. Aquellos años mozos donde su aviso ensordecía a los que
esperaban abordarlo en las terminales y luego refrescaba a su paso entre
sembradillos, puentes y vistas impresionantes. Sin duda, todo eso ya acabó y no
volverá a repetirse, al menos en la realidad, pero en nuestras cabezas (sobre
todo de quienes lo vieron pasar), el tren de Cuscatlán seguirá extendiendo sus vías hasta donde la memoria y la
imaginación lleguen.
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