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domingo, 19 de agosto de 2012

Erase una vez en las trochas de Cuscatlán

En la edición 215 de Séptimo Sentido, Carlos Chávez nos conduce en la ruta del último tren que funciona en nuestro país y recorre las apiñadas vías entre champas y recuerdos de sus dos y únicos maquinistas. Esta fue, más que una crónica, un cuento tan creíble como fantástico en donde las antiguas vías son el hilo conductor de la memoria de muchos lectores quienes, al pasar su vista sobre el relato, trajeron a sus cabezas el recuerdo latente de aquellos años cuando los rieles rechinaban y el silbato era el llamado para abordar un viaje de cafetales, montañas y puentes aéreos.


Link de acceso a la crónica - Séptimo Sentido - La Prensa Grafica 

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Su historia recorre más kilómetros que los últimos 13 que aún se deslizan desde San Salvador hasta Apopa. Durmió por muchos años encerrado en un sarcófago emulando a los faraones milenarios del antiguo Egipto, con la diferencia que sus rieles volvieron a la vida milagrosamente cuando parecían destinados a la corrosión, al olvido o al reciclaje.

La crónica de Carlos Chávez trae envuelta toda una tradición ferroviaria que mas parece un cuento fantástico de los años dorados de estas maquinas las cuales sustituyeron el carbón por el diesel. Lo que hace de este relato una buena propuesta literaria es su recorrido entre comunidades marginales refundidas en el hoyo maldito de la pobreza, esa que acompaña a los salvadoreños desde antes que estos gusanos de hierro aparecieran en 1882.

La postmodernidad nos cargó de avances que facilitaron la movilización de bienes materiales y agilizó el transporte de pasajeros pasando de carretas haladas por bueyes a autobuses conducidos por irresponsables (mejor conocidos como conductores temerarios). Podría jurar que los bueyes sabían muy bien lo que hacían pues jamás he escuchado que uno de ellos fuera a excesiva velocidad arrojando a sus pasajeros al abismo o colisionando de frente con otro de su misma especie. Bueno, talvez las comparaciones no caben, pero los resultados son claros: los bueyes pasan el alcotest y las demás bestias sin licencia huyen luego de destripar, arrastrar y estrellar en el pavimento a unos cuantos prójimos.

Sin embargo, como lo cuentan los dos maquinistas de la locomotora, Carlos Villeda y Rafael Aguilar, los accidentes son escasos desde que se reactivó la pequeña línea superviviente a la demografía urbana que crece como pasto verde en época primaveral. No obstante, los percances son un peligro continuo debido a que las champas se cierran tanto sobre las líneas férreas que es cuestión de pulso y fortuna para no arrasar con toda esa hojalatería.

Este par de hombres antes mencionados son tan únicos en nuestra tierra del café marchito que no cabe duda ponerlos en la lista de conductores ferrocarrileros donde únicamente se leen sus nombres. Y así como es de escaso su oficio de capitanes sobre rieles, también lo es acumular pasajeros en sus cuatro vagones con capacidad para casi un centenar de personas. Aparte de vieja, la triste locomotora resucitada no causa más que lástima, ruido e incomodidad para los vecinos de las líneas tatuadas en el tierrero mundano de Cuscatlán.

A todo esto me surge el deseo de abordarla por primera vez antes que la vuelvan a tirar junto con las demás que quizá nunca regresarán a la alineación que ocupaban antes. Por otro lado, imagino como sería nuestra capital si en lugar de carreteras de asfalto, cráteres y cárcavas que parecen entradas al infierno tuviéramos paralelos con rutas iguales a las que hacen los del transporte colectivo. No más emisiones de gases contaminantes, ni peleas entre quién llegará primero a la parada o quién evadirá con las puertas cerradas a los de Transito y así salvarse de una 57.14.

Un verdadero mundo utópico y una masacre para los empresarios magnates en negocios, sobre todo con el gobierno quien los mantiene por “pura misericordia”. Sería mucho pedir el querer ver desfilar a estas joyas históricas, longevas pero más seguras que los microbuses de estéreo estruendoso en los que hoy viajamos. Y a todo esto, no nos olvidemos de la fabulosa idea de nuestro célebre alcalde quien propuso el proyecto del Metrobus como opción perfecta para mandar al carajo a los humildes vendedores que no tenían mejor oficina que las aceras y calles del Centro Histórico.

Mejor hay que conformarnos con imaginarlo en sus largos trayectos desde el Puerto de Acajutla hasta el de La Libertad, de Sonsonate a la capital y de ahí a cualquier otro destino del interior. Aquellos años mozos donde su aviso ensordecía a los que esperaban abordarlo en las terminales y luego refrescaba a su paso entre sembradillos, puentes y vistas impresionantes. Sin duda, todo eso ya acabó y no volverá a repetirse, al menos en la realidad, pero en nuestras cabezas (sobre todo de quienes lo vieron pasar), el tren de Cuscatlán seguirá extendiendo sus vías hasta donde la memoria y la imaginación lleguen.

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